Están entrando a un lugar lleno de magia donde yo......
Soy anfitriona...Deberán saber que en otra oportunidad ustedes serían mis víctimas pero en esta ocasión solo busco vuestra compañía...Compartir gustos y momentos agradables...Yo los invito a caminar a mi lado en las tinieblas...Yo los invito a entrar...Los guiaré para que vuestros ojos se deleiten ante miles de mundos creados por mágicas manos...Y a veces los dejaré entrar a mi propio mundo que encontrarán en mis palabras... Solo se pide que dejen vuestra huella...Vuestro susurro...Vuestras miradas...En definitiva vuestra presencia para poder existir...Si ustedes están ahí...Yo siempre estaré aquí...Envuelta en tinieblas...
Un saludo muy sincero..

martes, 13 de junio de 2017

Capítulo 1 Pertshire, Escocia. Primavera de 1300

Las llamas parecían derramarse hacia arriba, fieras y bellas, y lamían delicadamente el marco de la puerta. Juliana, parpadeando con fuerza a causa de la intensa luz, se tambaleó hacia atrás cuando una auténtica alfombra de fuego se extendía sobre el suelo de junco trenzado. Corrió hacia la ventana de su habitación y se giró, vacilante.
Desde algún lugar del piso de abajo le llegó un crujido: el incendio engullía otra porción del castillo de su padre. Sin dejarse vencer por el pánico, se recordó por qué había vuelto a aquel castillo contra la voluntad de su madre justo en el último momento, cuando ambas estaban a punto de huir de él por la portezuela trasera. Tenía dieciséis años, ya era una mujer adulta, le había respondido a su madre; no le pasaría nada, y volvería pronto.
Ahora, sin embargo, temía que su huida fuera imposible. Contuvo las ganas de gritar. Mantén la calma, se dijo. Había vuelto allí para rescatar a sus pájaros, y eso era lo que debía hacer.
Rogó fervorosamente por que su madre y el resto estuvieran ya a salvo en el bosque. Los enemigos se encontraban ante las puertas de Elladoune como lobos hambrientos: lobos ingleses con flechas de fuego que, deseando caer sobre los rebeldes escoceses, estaban a punto de entrar en el castillo.
Juliana tenía que encontrar como fuera el modo de salir de allí, pero antes tenía que liberar a sus palomas y a su pequeño cernícalo; había criado a las palomas desde que salieron del huevo, y había cuidado al cernícalo herido hasta que su ala se curó, y no iba a abandonarlos ahora. Corrió hacia las jaulas mientras un espeso humo oscuro invadía la habitación.
Llevó, una a una, las dos pesadas jaulas de madera hasta colocarlas sobre el baúl, también de madera, que había bajo la repisa de la ventana. Abrió las portezuelas e hizo salir a los pájaros. Uno a uno, las aves saltaron fuera de las jaulas y salieron por la ventana, hacia su libertad.
Una de las palomas, sin embargo, seguía sin moverse del fondo de la jaula. Juliana, manteniendo a calma a pesar del cada vez más angustiante pánico que sentía, consiguió que el animal se dejara guiar hasta la ventana y también huyera. La paloma se alejó revoloteando, un pálido e inseguro trazo en la oscuridad de la noche.
El insoportable calor y el humo abrasaban los pulmones de Juliana, que se volvió, tosiendo, al darse cuenta de que el suelo quemaba cada vez más bajo sus pies descalzos. Iba vestida con tan sólo una camisola de hilo, la única prenda que había podido ponerse cuando su madre la había despertado.
Miró hacia la puerta envuelta en llamas y se dio cuenta de que no podría salir de allí más que por la ventana. Sus aves habían huido volando, pero ella tendría que hacerlo lanzándose de cabeza al lago, en una caída peligrosa sobre el acantilado. Se asomó por la ventana, tomó una gran bocanada de aire fresco y miró hacia abajo.
El cielo de medianoche, que jamás era completamente negro en verano, relucía, temible y misterioso, y el lago aparecía oscuro y profundo bajo sus pies. El muro trasero del castillo descansaba al borde de un promontorio rocoso justo a orillas del lago. La inmensa ventana, protegida por su privilegiada situación, era realmente un lujo; y su alto arco, dividido y con vidriera en la parte superior de su curvatura, le dejaba a Juliana espacio suficiente para saltar.
La vidriera, sin embargo, se resquebrajó en el mismo instante en que ella miraba hacia arriba, y los pedazos cayeron como una cascada de estrellas fugaces. Juliana se protegió la cabeza, se tambaleó hacia atrás y corrió a ciegas hasta una alcoba que conducía a un pequeño vestidor.
Aquel reducido espacio se mantenía fresco, y por su pequeña ventana, que daba justo encima de la muralla del patio, se colaba el aire puro de fuera. Juliana apoyó una rodilla sobre el banco de roble y estiró el cuello para asomarse al exterior. El patio estaba lleno de hombres, caballos y relucientes armaduras.
—¡Baje, lady Marjorie! —bramó uno de los hombres. Ella lo vio por un momento mientras él cruzaba el patio sobre un enorme corcel negro. Vestido con armadura oscura y capa roja, tenía una apariencia totalmente malévola.
—¡Baje inmediatamente! —gritó de nuevo el jinete. El comandante de la tropa inglesa, cabecilla del asalto al castillo de Elladoune, creía que la madre de Juliana todavía estaba dentro. Pero Juliana tenía la esperanza de que, en aquel momento, su madre hubiera huido ya hacia el bosque y estuviera a salvo con sus hijos menores y los criados.
Hacía muy poco que su madre había despertado a los sirvientes, mientras Juliana reunía a sus hermanitos: un bebé de pañales y un niño llorón que apenas andaba. Los caballeros ingleses habían llegado al castillo de Elladoune para arrestar al padre de Juliana, que hacía semanas que se había ido con sus dos hijos mayores a unirse a las tropas rebeldes. Al descubrir la ausencia de Alexander Lindsay, y sin apiadarse de la familia de este, los ingleses habían atacado el castillo.
La madre de Juliana, de naturaleza frágil, había estado a punto de sucumbir al pánico, y se había puesto a rezar fervientemente mientras intentaba calmar a sus dos hijitos. Juliana sugirió que se dirigieran a la abadía, donde el abad, pariente de la madre, les daría cobijo.
—¡Baje! —ordenó de nuevo el comandante —. ¡Rindan la fortaleza a los caballeros del rey Eduardo, o lo pagarán con sus vidas!
Las flechas con punta de fuego salieron disparadas hacia arriba, impactando en el muro, cerca de la ventana. Sobresaltada, Juliana dio un salto hacia atrás. Sintió un arrebato de furia. De tener su arco al alcance de la mano, habría disparado una flecha directamente al negro corazón de aquel hombre. Era suficientemente diestra para hacerlo. Pero carecía del valor para agredir a absolutamente ninguna criatura, motivo por el cual sus hermanos mayores a menudo la regañaban. Ahora, sin embargo, se sentía capaz de hacerlo.
Tosiendo, salió tambaleante del pequeño vestidor y corrió hacia la ventana, procurando no tocar ningún pedazo de vidrio roto. Se subió al baúl de madera, salió a la repisa y se colocó en el arco de la ventana como si fuera una santa en su hornacina.
El viento era helado, y el lago relucía bajo sus pies, pero ella no miró hacia abajo. Su mirada se fijó arriba, en los cisnes que pasaban volando, con las alas convertidas en oro por la luz de las llamas.
Quieta allí, recordó una vieja historia acerca de una bandada de cisnes que habían recogido a una muchacha con una red y la habían llevado sana y salva hasta su casa. Otra leyenda decía que, muchísimo tiempo atrás, un centenar de personas se había ahogado en aquel lago, y que cada una de ellas se había transformado en un cisne.
El viento hacía que la camisola le golpeara el cuerpo, y que su larga melena ondeara como una bandera dorada. Juliana cerró los ojos, se encomendó a quien fuera que pudiera protegerla y rogó que la primera leyenda, y no la segunda, se convirtiera en realidad para ella.
Dobló las rodillas y saltó hacia delante. Ya flotando en el viento, arqueó el cuerpo y dirigió ambos brazos hacia el agua.

Un ángel salió volando del infierno y se sumergió en el lago. Era, desde luego, la visión más hermosa y terrorífica que él había visto jamás. Gawain corrió hacia allí, con el agua lamiéndole las botas.
Buscó, pero no vio a la pálida y fugaz aparición de la muchacha que se había lanzado desde la ventana de la torre. Algo más de un centenar de cisnes se deslizaban sobre la superficie del lago, que relucía a la luz del fuego, pero Gawain no vio ninguna forma humana entre ellos. Algunas de las aves levantaron el vuelo y planearon en círculos sobre su cabeza.
A su espalda, el crepitar de las llamas se intensificó. Oyó la voz de Sir Walter de Soulis, el comandante, que seguía ordenando a gritos que la dama del castillo saliera y rindiera su fortaleza.
Bastardo, pensó Gawain. En su corazón, esperó que aquella mujer y sus criados, a los que él había visto pasar por delante de una ventana hacía un rato, hubieran podido escapar. Pero sabía que también podían estar muertos en el interior del llameante castillo. Y tampoco estaba seguro de que la muchacha que había visto lanzarse al lago hubiera sobrevivido.
—¡Tú, Avenel! ¿Ha salido esa chica del agua? —gritó uno de los soldados mientras se acercaba corriendo.
Gawain se volvió:
—No. Puede que haya muerto... ahogada.
Llegó otro soldado y observó el lago:
—O se ha ahogado o ha caído sobre las rocas... o incluso puede que la hayan matado esos pájaros. Los cisnes atacan como demonios.
—Sir Walter quiere que la capturemos —dijo el primer hombre—. Dicen que la madre y el resto han huido al bosque.
—Y puede que nosotros encontremos el cuerpo de esa chica mañana —dijo el otro.
Gawain levantó la cabeza y miró a uno de los altaneros cisnes:
—Los escoceses creen que cuando alguien se ahoga, su alma entra en el cuerpo de un cisne —musitó.
—¿Cómo sabes eso tú? —le preguntó uno de los soldados.
—Lo oí decir cuando era un niño. Mi... niñera era escocesa. Existe una leyenda sobre cisnes encantados en este mismísimo lago, si lo recuerdo bien. Según ella, los primeros cisnes de Elladoune, hace muchísimo tiempo, fueron las almas de unos ahogados. Y dicen que cada nuevo cisne es el alma de alguien que ha muerto.
Los soldados intercambiaron miradas:
—A Sir Walter le gustará escuchar esta historia.
—Decidle que la muchacha ha caído al agua y que no ha salido a la superficie —dijo Gawain—. Ha muerto, no hay duda. Un cisne ha levantado el vuelo desde el mismo punto donde ella se ha sumergido.
Yo estaba aquí y lo he visto.
—Yo también lo he visto —dijo el primer soldado—. Con o sin cisnes encantados, ahora este lago es propiedad de Eduardo de Inglaterra, y él quiere que le llevemos rebeldes, no niños ni cisnes. Vámonos. Tendremos que decirle a Sir Walter que la chica se ha ahogado.
—Miró a los níveos cisnes que volaban en círculo sobre sus cabezas—. ¿Cómo iba a convertirse en cisne?
—Cuanto más tiempo estoy destinado en Escocia, más creo que aquí cualquier cosa es posible —replicó, un tanto cansado, su compañero mientras ambos se alejaban.
Gawain se quedó para escudriñar la muchacha o no. Si seguía con vida, él quería darle la oportunidad de huir. Recordaba vagamente que, siendo un niño, tuvo que escapar de noche de enemigos invisibles; la situación en que aquella muchacha se encontraba había espoleado su compasión y su interés.
La llameante silueta del castillo se reflejaba en el lago. De jovencito, Gawain había creído que Elladoune era mágico y eterno, pero los ingleses habían destruido toda una leyenda en pocas horas.
Los recuerdos se despertaban en Gawain allí, y en cualquier lugar de Escocia a donde iba como miembro de la campaña escocesa del rey Eduardo. Ningún soldado conocía sus orígenes escoceses... ni que el lugar donde él había nacido, el castillo de Glenshie, estaba muy cerca de Elladoune.
De hecho, él tampoco sabía exactamente dónde estaba Glenshie.
Volvió la vista a las colinas, sabiendo que una de ellas abrigaba y escondía su niñez. Años atrás, Gawain había jurado encontrar Glenshie y reclamar su herencia para sí. Ahora, cuando era un caballero del rey, ese sueño secreto parecía remoto e imposible.
Caminó sobre la rocosa base donde se erigía la torre. El agua lamía el promontorio, y cientos de chispas del incendio chisporroteaban al caer al lago como estrellas caídas. Observó la superficie de las aguas, sin querer abandonar aún la idea de encontrar a la muchacha.
Momentos después, vio un pálido brazo que se alzaba, y distinguió un rostro entre los cisnes. Ella seguía allí, Gawain estaba ahora seguro... aunque no sabía si se había ahogado o había sobrevivido.
Se despojó de su capa roja y desabrochó las cinchas de cuero de su armadura y su cota de malla. Dejó a un lado su espada y su cinturón, y se quitó, no sin esfuerzo, las pesadas prendas de metal, el chaleco acolchado y las botas. Lo amontonó todo, excepto sus calzones ajustados, a la siniestra sombra de la torre.
Nadie lo vio entrar en el agua. No pidió ayuda, ni esperaba recibirla. Sus compañeros estaban allí para reivindicar y conquistar, no para defender y rescatar.
Hubo un tiempo en que él se había sentido orgulloso de contarse entre aquellos soldados. Pero le asqueaba lo que había visto del ejército del rey en su camino hacia el norte a través de Escocia. La caballerosidad y la heroicidad se convertían en crueldad, codicia y los más bajos vicios del ser humano. Habiendo sido testigo de actos aún peores que la quema de Elladoune, Gawain siempre encontraba el modo de evitar cometer actos de crueldad por su mano.
No quería cargar su alma de pecado alguno, y la idea de faltar a su juramento de caballero del rey le era igualmente fastidiosa. Pero en aquella campaña en la que servía, y que le había desengañado tanto, se había dado cuenta de que ni siquiera el propio rey respetaba los ideales o la integridad que Gawain reverenciaba.
Nadó hacia el grupo de cisnes con firmes brazadas. Al mover el agua, vislumbró de nuevo la pálida figura, que se movía entre las aves. La muchacha braceaba hacia la orilla, y él la siguió, veloz.
Los cisnes levantaron el vuelo, en una transición patosa del agua al aire..., elegancia perdida, elegancia recuperada. Gawain avanzaba, observando.
Cuando la conmoción de cisnes hubo finalizado, vio de nuevo a la muchacha, que ya alcanzaba los juncos de la orilla. Gawain se lanzó a toda velocidad para atraparla. Aunque ella opuso resistencia, él consiguió rodearla con un brazo y arrastrarla hasta la orilla. La muchacha empezó a gritar, y él le tapó la boca con la mano y se quedó muy quieto en el agua, agarrándola fuerte e inmovilizándola también.
—¡Calla! —le susurró—. ¡Cálmate! ¡Ya estoy aquí!
Ella se retorció entre sus firmes brazos y jadeó una réplica airada y ahogada. Se oyeron unos gritos junto a la orilla. Gawain vio el resplandor de las antorchas y el brillo de las armaduras. Con la muchacha en brazos, se desplazó sigilosamente hasta el cobijo de los juncos, con los pies ya sobre el blando suelo del lago. No soltó a la muchacha, y ambos se mantuvieron casi metidos en el agua por completo.
—¡Suéltame! —masculló ella en gaélico, retorciéndose. Él, que recordaba la lengua de su infancia, la entendió.
—Tranquila —susurró él en inglés—. Estáte quieta.
—¡Sassenach! —escupió ella. Gawain le tapó la boca con más firmeza. También la estrechó con más fuerza, y su brazo topó con unos suaves senos.
—¡Que me sueltes! —soltó ella en inglés, y le propinó una patada en la espinilla. Intentando zafarse de Gawain, la muchacha se hundió, y él volvió a sacarla a la superficie. Ella emergió tosiendo, y sin dejar de farfullar.
—Sólo quiero ayudarte —murmuró Gawain.
—¡Pues no me ahogues! —jadeó ella. Gawain la estrechó entonces con ambos brazos. La muchacha tomó aire para gritar, y él volvió a taparle la boca:
—¡Por todos los santos, cállate..., estáte muda, como un cisne!
—No todos los cisnes son mudos —masculló ella tras su mano, y se retorció como un pez en el anzuelo.
—Ya lo veo. Doncella Cisne —gruñó él, pasando, para inmovilizarla, una pierna alrededor de sus muslos, y estrechando a la muchacha hacia sí como un amante, aunque la pasión era precisamente lo último en que estaba pensando—. Estáte quieta, si valoras tu vida; quieta, o te atraparán.
Entonces, ella se calló y le echó los brazos al cuello. La piel de su rostro, contra la mejilla sin afeitar de Gawain, era delicada y estaba húmeda. Y él sintió que el esbelto cuerpo de la muchacha se estremecía un poco.
El comandante y algunos de los soldados caminaban a lo largo de la orilla y señalaban hacia los cisnes y hacia la ventana por donde la muchacha había escapado. Unos cuantos cisnes batieron sus alas y graznaron estentóreamente. Los hombres se alejaron.
Uno de los pájaros, enorme y espléndido a la luz de las llamas, levantó el vuelo y pasó tan cerca de la cabeza de Gawain que este sintió la ráfaga provocada por el ave y se agachó.
La muchacha rió:
—No va a hacernos daño.
—Calla —susurró Gawain entre dientes, un tanto avergonzado por haber pensado lo contrario—. Hablas demasiado.
Dos soldados vadearon la cama de juncos y se fueron a toda prisa cuando el cisne los sobrevoló, rápido y bajo. Gawain observó la escena, atónito. El gesto protector del cisne no podía ser intencionado, pero el joven se sintió agradecido, fuera como fuera.
La muchacha levantó la cabeza, y sus cabellos ondearon alrededor de su rostro. Gawain pudo ver que poseía unos ojos grandes y oscuros, y que las curvas de su cara y sus hombros eran delicadas. Tenía un cuerpo esbelto y ágil, y Gawain sentía la redondez de sus senos contra el torso. Allí estaban, abrazados, respirando al unísono, con el agua lamiéndoles el cuello.
—Ya se han ido —susurró ella, un momento después. Sus labios casi rozaban los de Gawain. Este, sintiendo unas inmensas e inoportunas ganas de besarla, se separó un poco de ella:
—Los soldados siguen ahí, justo sobre la colina —murmuró.
—Los cisnes también se han ido, al otro lado del lago. Mira —señaló la joven.
Él se volvió y comprobó que la mayoría de cisnes habían desaparecido. Los pocos que quedaban se deslizaban elegantemente sobre el agua. La orilla estaba desierta, aunque seguían llegando gritos desde el otro lado del castillo.
Gawain se levantó con cautela, con la muchacha en brazos. El blando suelo cedía bajo sus pies mientras se acercaba a la orilla. El agua les abría paso como si fueran algas marinas surgiendo de las profundidades. Entre los brazos de Gawain, y completamente empapada, la muchacha era ligera como una pluma.
Él lanzó una mirada intranquila hacia el castillo, y echó a correr por la orilla, alejándose de la torre en llamas y en dirección al bosque. Allí, entre las sombras, había gente esperando. Una mujer salió de detrás de los árboles.
—¡Madre! —dijo la muchacha—. Déjame en el suelo —le ordenó luego a Gawain. Él así lo hizo, y le dio un pequeño empujón para apremiarla a llegar a los arbustos.
Las sombras se acercaron un poco más, y extendieron los brazos hacia la muchacha. La mujer la atrajo finalmente hacia sí, en un estrecho abrazo, y la cubrió con un grueso manto de cuadros escoceses para protegerla del frío. Alguien le ofreció una manta a Gawain. Él la rechazó.
La muchacha se volvió para mirarlo. Sus ojos relucían; pero, en la penumbra de la luz de la luna, Gawain no supo precisar de qué color eran.
—Me llamo Juliana Lindsay —dijo la joven—. Dime tu nombre, para que pueda pedir a los ángeles que te protejan.
Él frunció el ceño. Si le decía su nombre de nacimiento, Gabán MacDuff, ella podía tomarlo por un Highlander y despreciarlo por estar en las filas inglesas. Si le daba su nombre inglés, Gawain Avenel, ella le odiaría por su cuna.
La muchacha temblaba, esperando, con las mejillas pálidas y el pelo suelto y mojado, como si estuviera formado por mechones de miel. Él le tocó la barbilla con la punta del dedo:
—Doncella Cisne —murmuró—, en tus oraciones, ruega por tu Caballero Cisne, y los ángeles ya me encontrarán.
Ella asintió con la cabeza, sin dejar de mirarlo. Su madre tiró suavemente de su brazo.
—Vienen hacia aquí, soldado —le dijo entonces la mujer a Gawain.
—Los desorientaré, los dirigiré hacia otro lado. ¡Marchaos! Todos vosotros... ¡marchaos! —Agitó la mano para apresurarlos a volver al bosque, y corrió hacia el castillo, donde el caos del fuego continuaba, resplandeciente y temible. En su carrera, le pareció que la muchacha y los otros lo observaban desde su escondrijo entre los árboles.
Por un momento, tuvo la extraña sensación de que dejaba el cielo a sus espaldas y que se aproximaba al infierno a toda velocidad.



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estoy ardiendo en versos que no nacen. Los siento, sin cabeza, remover el caudal de sangre virgen - alfilerazos hondos - en las hebras au...