Están entrando a un lugar lleno de magia donde yo......
Soy anfitriona...Deberán saber que en otra oportunidad ustedes serían mis víctimas pero en esta ocasión solo busco vuestra compañía...Compartir gustos y momentos agradables...Yo los invito a caminar a mi lado en las tinieblas...Yo los invito a entrar...Los guiaré para que vuestros ojos se deleiten ante miles de mundos creados por mágicas manos...Y a veces los dejaré entrar a mi propio mundo que encontrarán en mis palabras... Solo se pide que dejen vuestra huella...Vuestro susurro...Vuestras miradas...En definitiva vuestra presencia para poder existir...Si ustedes están ahí...Yo siempre estaré aquí...Envuelta en tinieblas...
Un saludo muy sincero..

martes, 13 de junio de 2017

Capítulo 2 Perthshire Escocia. Primavera de 1306

Ágil como el mercurio y pálida como la luz de la luna, se deslizó desde los árboles del bosque y salió al claro. Miró por encima del hombro y oyó los gritos de hombres que la conminaban a detenerse, a esperar.
Se volvió a mirarlos, lenta y deliberadamente, aunque el corazón le latía como un tambor de guerra. No se demoraba demasiado, eso sería un acto temerario, pero se cercioraba de que no la perdían de vista; llevaba años haciéndolo.
Cerca de allí, percibió que un grupo de gente corría por el bosque en dirección opuesta. Acarreaban un bulto grande y pesado: un artefacto de guerra que se deslizaba sobre chirriantes ruedas, parcialmente desmontado, y cuyos montantes iban apilados en un carro de caballos. Una vez que el artilugio hubiera cruzado el bosque, lo transportarían por el río, de noche, hasta llegar al campamento rebelde.
Los hombres del rey no debían descubrirlo.
Ella esperó bajo un rayo translúcido de luna. Los dos soldados corrieron hacia ella a través de los árboles.
—¡La Doncella Cisne! —gritó uno de ellos. Ella se obligó a estar completamente inmóvil mientras sus caballos avanzaban en estampida entre las sombras.
Luego, giró sobre sus talones y corrió hacia el lago, se despojó la capa de plumas blancas que le cubría cabeza y hombros y la echó a un lado. Se metió en el agua y se acuclilló rápidamente; su pálido sayo flotó alrededor de ella, y sus rubios cabellos se abrieron en abanico y se mantuvieron en la superficie mientras ella se hundía.
Buceando, se acercó a un grupo de cisnes y patos que se deslizaban sobre el lago, y se dirigió al centro de la bandada. Los pájaros la ignoraron, acostumbrados como estaban a su presencia. Un polluelo de cisne, intrigado, avanzó hacia ella, pero ella lo apartó con un suave empujoncito.
Manteniéndose con la cabeza fuera del agua, observó la orilla. Los soldados irrumpieron en el claro y desmontaron. Corrieron hacia la orilla, escudriñaron el lago, señalaron hacia un punto. Uno de ellos se agachó y levantó una pluma que había caído de la capa.
Ella seguía observando, escondida entre el grupo de cisnes. Los hombres avanzaron hasta el borde del agua. Uno agarró una piedra y la lanzó. La piedra se hundió en el agua cerca de los pájaros, que se desperdigaron, alborotados.
Al quedarse sin protección, ella se sumergió y buceó hacia las rocas. Trepó por su estriado contorno, salió del agua y se cobijó bajo un inclinado pino.
Allí la esperaban sus amigos, con un gran paño de cuadros escoceses. Juliana se envolvió con él, se echó hacia atrás el pelo, mojado, y sonrió. Luego, todos juntos volvieron a adentrarse a toda prisa en el bosque.
La ambarina luz de la hoguera danzaba sobre rostros familiares. Sentada en el suelo de tierra de la cueva. Juliana miró uno a uno a los miembros del grupo allí reunido, y luego fijó su atención sobre su tutor, sentado junto a ella. El abad Malcolm se aclaró la garganta:
—Por fin, amigos míos —dijo el abad, sereno—. Aquello por lo que nos hemos arriesgado tanto puede estar ya al alcance de nuestra mano. Las noticias que me han llegado hoy serán de gran ayuda a nuestro esfuerzo. —Hablaba rápido, en gaélico—. Tengo un plan, pero existe cierto riesgo. Juliana se expondrá a un importante peligro esta vez.
Ella mantuvo su expresión en calma. Alrededor de la hoguera, esperaba la gente que el abad Malcolm de Inchfillan había convocado. La blanca coronilla del tutor era prístina a la luz de las llamas, sus rechonchas mejillas, rosadas, y la mirada de sus azules ojos, penetrante. Y dirigida a Juliana.
—Padre abad —murmuró ella—. Si podemos recuperar el castillo de Elladoune y nuestras tierras, haré lo que sea preciso.
—Padre abad —intervino uno de los hombres—, ¿qué ha pasado?
Malcolm juntó las manos y entrelazó sus dedos. Juliana sabía lo que iba a decir. Ella y sus hermanos menores vivían en la casa del abad, a las afueras del recinto del monasterio, y Malcolm había debatido sus ideas con ella previamente.
Los que no conocían bien a su pariente y tutor (por ejemplo, los soldados apostados en Elladoune) creían que él era tan sólo un amable anciano al que no le preocupaba más que su pequeña abadía céltica y las almas extraviadas que él volvía a llevar por el buen camino.
Algunas de estas almas extraviadas, almas de rebeldes, estaban ahora allí, mirándole.
Lo que Malcolm les ocultaba a sus enemigos ingleses (eso lo sabía Juliana perfectamente) era su fiera lealtad a Escocia. Era más un león que un cordero. Tiempo atrás, el abad Malcolm había acogido bajo sus alas a varios escoceses desposeídos, y los había convertido en rebeldes del bosque. Juliana se sentía orgullosa de contarse entre ellos.
En el exterior de la cueva, los árboles se mecían en la brisa nocturna. Dentro, los rebeldes de Malcolm escuchaban, inclinados hacia él con atención.
—Hoy me he reunido con el alguacil de Glen Filian —dijo Malcolm—. Me ha pedido un favor, y me ha hecho una amenaza.
Juliana jugueteó nerviosamente con la destensada cuerda de su arco, que estaba en el suelo, junto a ella. Sentía unas inmensas ganas de pasar a la acción, pero sabía que tanto ella como los demás debían proceder con cautela.
—A Walter de Soulis siempre le han traído sin cuidado nuestros intereses —intervino Lucas, que antaño había trabajado como pastor para el padre de Juliana—. ¡Jamás nos ayudará!
—No se ha mostrado irritado por los renegados y los fugitivos en el bosque y los montes, como de costumbre... y eso que yo intento ayudar haciendo que ese problema le sea persistente. —Malcolm levantó las palmas en un gesto de fingida inocencia, y algunos de los oyentes sonrieron.
Juliana miró hacia sus dos hermanos menores, Lain y Alee, de siete y nueve años respectivamente, que dormían en un rincón, enroscados como cachorrillos sobre un montón de capas. Ella sabía que ninguno de los dos se despertaría por nada, estando lo suficientemente cansados... No se despertarían ni siquiera si se celebraba una reunión para planear los actos que los rebeldes tenían que llevar a cabo.
——El alguacil ha dicho que el jefe del destacamento en el castillo de Elladoune se irá muy pronto —siguió Malcolm.
—¡Bien! —saltó uno de los hombres—. ¡Pues adiós al hombre que quemó nuestra villa, y por el que tuvimos que irnos a vivir al bosque! ¡Aunque todavía tengamos que defendernos del hombre que destruyo Elladoune, actualmente nuestro alguacil!
—Cuando el comandante se vaya, sus tropas se marcharán con él —continuó el abad—. El rey inglés les ha ordenado perseguir a nuestro nuevo rey de los escoceses, Robert Bruce, y a sus hombres, que se han dirigido a las colinas de las Highlands, al norte de donde nos encontramos. Llegará otra guarnición, y un nuevo alguacil para Elladoune.
Angus el Rojo, un antiguo granjero, fornido y colorado, meneó la cabeza:
—Así que se va un destacamento inglés y llega otro. Ahora tendremos que conocer caras nuevas, nuevas rutinas y nuevos itinerarios de patrulla. Eso no es en absoluto de ayuda para nuestra causa.
—Pero esto sí: durante unas semanas, Elladoune quedará vacío —repuso Malcolm—. Sir Walter quiere que los monjes de Inchfillan vigilen las puertas del castillo y cuiden de los rebaños y los jardines hasta que lleguen los nuevos soldados.
—¡Y eso es justo lo que necesitamos! —graznó Robert, un herrero—. ¡Y también estamos preparados para una ocasión así, tenemos armas y corazas!
—Exacto —asintió Malcolm—. Dios ha escuchado nuestras plegarias. Podemos tomar Elladoune.
—¡Y proclamarla escocesa! —gritó Angus. Malcolm esbozó una sonrisa. —¡Por Escocia!
Se levantaron varios brazos y los hombres exclamaron al unísono:
—¡Por Escocia!
Juliana también sonrió, y la esperanza renació en ella como una pequeña flor. Muy pronto volverían a vivir en el castillo de Elladoune, reharían su destrozada villa, labrarían la tierra y apacentarían sus rebaños en paz.
—Ella —dijo Malcolm, poniendo una mano en el hombro de Juliana— nos ayudará a llevar a cabo nuestro plan. Los soldados tiemblan de miedo cuando nuestra Doncella Cisne aparece y desaparece como por arte de magia. Le estamos profundamente agradecidos a Juliana por haber creado una y otra vez ese espejismo durante estos últimos anos.
—Desde luego, sí es mágica... o eso dicen los ingleses —comentó Angus.
—La silenciosa Doncella Cisne de Elladoune, que jamás pronuncia ni una sola palabra —asintió Malcolm—. Mientras los Sassenach crean que puede tratarse de un cisne encantado, la ilusión juega a favor nuestro. Queremos que ellos sigan creyéndolo. Pero no que Juliana se arriesgue demasiado.
—Si la capturan, le harán daño —gruñó Lucas.
—Pero ella es rápida y sagaz —replicó Malcolm—: jamás habla cuando los ingleses están cerca, y echa a correr en cuanto los ve aparecer. A los Sassenach les inquieta tanto adentrarse en el bosque que nosotros hemos podido hacer mucho trabajo clandestino por la causa de Escocia.
—Están locos si creen que está encantada, que no es real —intervino, con desdén, Beithag, la más anciana de las mujeres—. Y no puede durar mucho.
—Cierto. —Malcolm suspiró—. Y ese peligro es el problema. Walter de Soulis lleva muy poco tiempo siendo el alguacil de Filian, pero no está convencido de que Juliana esté embrujada. Dice que es una rebelde..., incluso una espía.
—¿Y qué le has respondido tú, padre abad? —preguntó Angus, preocupado.
—Le he dicho que mi ahijada es una muchacha sencilla y devota que no habla a causa de la terrible pérdida de su hogar, hace unos años, seguida de la muerte de su padre y la vida de clausura de su madre, a la que no ha visto desde hace mucho. —Sonrió a Juliana, compasivo, y ella asintió con tristeza. Hacía tiempo que Juliana había aceptado la idea de que quizás no volvería a ver a su madre jamás; lady Marjorie se había encerrado en un convento de las Lowlands, con su profunda desesperación, al año de la muerte de su esposo.
—Si Walter de Soulis cree que esta muchacha no habla —intervino Beithag—, ¡es que no la ha visto de mal genio!
—Le he dicho —continuó Malcolm— que cuando la Doncella Cisne aparece junto al lago, es una visión que trae buena suerte.
—Aun así—dijo Uilleam, esposo de Beithag—, Juliana debería de dejar sus actuaciones y permanecer a salvo. —Sacudió su leonina melena gris para remarcar su comentario, y muchos otros lo secundaron asintiendo. Juliana sabía que Uilleam hablaba poco, pero que cuando lo hacía todos los rebeldes lo escuchaban.
—Padre abad, encuéntrele a su ahijada un marido que le dé hijos, y pare de pedirle que ayude a la causa —intervino Beithag.
Juliana sacudió la cabeza:
—Yo quiero continuar, madre Beithag. La Doncella Cisne puede sernos muy útil. Los Sassenach no se acercan a esta parte del bosque, y así hemos podido recopilar armas y corazas, y hemos construido armas de mayor envergadura que transportamos de noche. Nuestro trabajo es importante.
—Madre Beithag tiene razón —dijo Angus—. La muchacha ya se ha arriesgado mucho, y no deberíamos pedirle que volviera a hacerlo.
La hija de un laird debería casarse con un caballero escocés y criar hijos para Escocia.
—Ya estoy criando a dos niños para Escocia. A mis propios hermanos —señaló ella, indicando con un gesto a los dos chiquillos, que seguían durmiendo en el rincón.
—Escuchad —habló Malcolm de nuevo—. Ha llegado el momento de recuperar Elladoune. Debemos decidir cómo y cuándo. Si Juliana acepta, necesitamos su ayuda.
—Ese demonio de Walter de Soulis destruirá nuestros planes, hagamos lo que hagamos —gruñó Lucas—. Ese hombre es invencible. Dicen que nada puede atravesar su armadura negra. No puede ser derrotado.
—Tan sólo puede ser evitado, que es lo que hemos hecho —corroboró Angus.
Malcolm lanzó un suspiro:
—Mis hermanos y yo rogamos cada día por todo eso. Tenemos un centenar de velas votivas ardiendo día y noche para llamar la atención de Dios sobre nuestra situación.
—Seguid manteniéndolas encendidas —dijo Beithag, mordaz—. Necesitamos un milagro.
—Si intentamos tomar Elladoune, Walter de Soulis y sus hombres estarán ahí—advirtió Lucas—. ¿Cómo podemos nosotros resistir un asedio o un ataque?
—Una vez que estemos dentro, encontraremos el modo de salir triunfantes —repuso Malcolm—. Dios ha hecho que el jefe del destacamento se vaya. También Él resolverá esto.
—Juliana no debería exponerse a ese demonio de Walter de Soulis —intervino Angus—. Después de todo, fue él quien destruyó Elladoune.
—En ese caso, razón de más —replicó Juliana—. Mi padre está muerto, y mis hermanos mayores están con el nuevo rey. Nos ayudarían si pudieran. Dejad que yo también participe.
—Eres una muchacha muy valiente —dijo Angus, y asintió con la cabeza—. De acuerdo, entonces. Que nuestras plegarias sean escuchadas en los cielos.
—Amigos, oremos ahora. —Malcolm se puso en pie y juntó las manos para que todos hicieran lo propio.
Juliana agachó la cabeza y murmuró las respuestas en latín, aunque el corazón le latía apresuradamente a causa del miedo. Como Doncella Cisne, era el puntal del esfuerzo del grupo, y podía ser de gran ayuda... o un auténtico estorbo, si cometía algún error.
Para recuperar Elladoune, iban a necesitar más de un milagro. La suerte había estado de parte de Juliana durante los últimos años, y ella rogó para que así se mantuviera.
Había un incidente, un golpe de suerte en particular que jamás olvidaría. La noche que Elladoune había sido devorada por el fuego, un apuesto soldado inglés la había salvado. Podrían haberla capturado e incluso matado de no ser por el Caballero Cisne, como ella siempre había recordado a aquel joven.
Él todavía aparecía en sus sueños, sin nombre, fascinante, con los ojos negros... y tan apuesto... Entre los cientos de soldados Sassenach que Juliana había visto cabalgar cerca de Elladoune e Inchfillan durante los últimos seis años, jamás lo había vuelto a ver a él.
Desde aquella noche, milagros más modestos la habían mantenido a salvo y lejos de las manos de los ingleses. Fuera suerte o fueran realmente milagros. Juliana rogó fervientemente que aquella protección siguiera a su lado.
Lo que más deseaba era llevar a los suyos, familia y amigos, y a ella misma, de vuelta, por fin, a Elladoune.



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