Están entrando a un lugar lleno de magia donde yo......
Soy anfitriona...Deberán saber que en otra oportunidad ustedes serían mis víctimas pero en esta ocasión solo busco vuestra compañía...Compartir gustos y momentos agradables...Yo los invito a caminar a mi lado en las tinieblas...Yo los invito a entrar...Los guiaré para que vuestros ojos se deleiten ante miles de mundos creados por mágicas manos...Y a veces los dejaré entrar a mi propio mundo que encontrarán en mis palabras... Solo se pide que dejen vuestra huella...Vuestro susurro...Vuestras miradas...En definitiva vuestra presencia para poder existir...Si ustedes están ahí...Yo siempre estaré aquí...Envuelta en tinieblas...
Un saludo muy sincero..

martes, 13 de junio de 2017

Capítulo 11

Dejaron la carretera y viajaron por las colinas cubiertas de hierbas hasta que siguieron el curso de un estrecho río. Por fin, en la distancia. Juliana divisó un castillo sobre una loma verde. Gawain aminoró la marcha para contemplarlo y luego se puso en marcha de nuevo azuzando a su caballo, como ansioso por llegar allí.
Los muros que lo rodeaban y la torre central tenían un brillo cremoso en contraste con el fondo de un frondoso bosque y el río que fluía con calma por la ladera. Juliana contuvo la respiración ante aquella hermosa vista, y se sintió un tanto sorprendida. Siempre había imaginado que los castillos ingleses serían bastas fortificaciones en las que hormiguearían soldados enemigos. El castillo de Avenel parecía un santuario salido de una leyenda, y era tan bello que podía perfectamente ser el refugio de la realeza de las hadas.
Siguiendo a Gawain, la joven cruzó el puente levadizo, sobre cuyas traviesas de madera retumbaron los cascos de los caballos, y pasó bajo unas rejas alzadas hacia la fresca sombra de un arco de piedra.
Dentro del patio cerrado, en lugar de caballeros armados vio a dos jóvenes pajes que corrían hacia ambos y esperaban a que desmontaran de las sillas.
—¡Gawain! —Al oír una aguda voz femenina, Juliana se volvió, aún sin bajar del caballo. La torre central, de planta cuadrada, maciza y alta, dominaba el patio, y una escalera abierta de peldaños de piedra se elevaba hasta una puerta en lo alto. Una muchacha joven descendía por aquellas escaleras, gritando, excitada, con los cabellos trenzados flotando tras ella.
—¡Eleonor! —contestó Gawain. Desmontó, la recibió entre sus brazos y la hizo girar. Era una joven menudita, aunque alta, y soltó una risilla mientras abrazaba a Gawain. A Juliana le pareció que debía de tener unos trece años, y supuso que sería hermana de su esposo; los rasgos atractivos y el oscuro cabello de ambos eran similares.
Gawain la dejó en el suelo, riendo también, y ella lo miró con ojos relucientes.
—¡Ah —dijo Gawain—, no eres Eleanor, sino Catherine!
—Sí, soy Catherine —confirmó ella, sonriendo.
—¡Gawain, Gawain! —Una segunda muchacha corrió escaleras abajo. Era una copia exacta de la primera, desde las largas y oscuras trenzas sujetas con lazos rojos hasta el vestido azul celeste con cenefas de bordados. Juliana parpadeó, asombrada, y miró a la una y a la otra.
—¡Aquí está Eleanor! —Gawain recibió a la segunda joven entre sus brazos cuando ella se abalanzó literalmente sobre él, y la abrazó con fuerza.
—¡Robin llegó ayer! —anunció Eleanor.
—Dijo que no sabía a ciencia cierta cuándo vendrías tú, pero que llegarías con tu nueva esposa —dijo Catherine.
Ambas muchachitas miraron a Juliana:
—Hola —cantaron alegremente, a dúo—. Tú debes de ser Juliana—siguió una de ellas—. Bienvenida a Avenel.
Juliana no podía dejar de mirar fijamente a una y otra joven, sin esbozar la menor sonrisa, a pesar de las expresiones de alegría de las chiquillas. Abrumada y confusa, se sentía fuera del alborozo del momento. Se preguntó si Gawain la presentaría como su esposa o su prisionera. Estaba tan cansada que quería dejarse caer del caballo, pero no sabía si despertaría en una cama de plumas o en una celda.
—¿Qué os ha dicho Robin? —preguntó Gawain.
—Que te habías casado con una adorable escocesa por deseo del rey, y que la dama estaría exhausta cuando llegarais... si es que llegabais. No sabía si pasarías por aquí o no.
—¡Pero nosotras teníamos la esperanza de que no fueras tan cruel!
Gawain miró a Juliana:
—Adorable y exhausta, desde luego, y toda una sorpresa por parte del rey. Lady Juliana, estas son mis hermanastras, Eleanor —señaló con un movimiento de cabeza a la que estaba a su derecha— y Catherine.
Juliana hizo una leve inclinación y no dijo nada. Las chiquillas la saludaron de igual modo y sonrieron afectuosamente. Eran criaturas morenas y esbeltas, con ojos de un sorprendente verde-gris. Aunque ya tenían la edad suficiente para mostrar la cortesía y el decoro de las damas, parecían lo bastante jóvenes para cometer el desliz de una burbujeante risilla y expresivas muecas.
—Entra y te presentaremos a nuestra madre —dijo una de las gemelas, y le dedicó a Juliana una deslumbrante sonrisa.
Gawain se acercó a Juliana y la asió por la cintura:
—Te ruego que te muestres amable en el castillo de Avenel, si me haces el favor —le susurró al oído mientras la bajaba del caballo. Le apartó unos mechones de la frente con un tierno gesto que hizo que
Juliana parpadeara y se sonrojara—: Quizás el silencio —murmuró—, mantenga alejados a los soldados, pero tan sólo conseguirá de mis hermanas que sientan mayor curiosidad. Puedes hablar sin temor con quien quieras, en el castillo de Avenel. —Rodeó sus hombros con un brazo y se volvió con ella hacia las chiquillas.
Ambas avanzaron para abrazar a Juliana. Esta les devolvió los abrazos sin efusión, y permaneció en silencio, sin saber si debía hablar, o qué decir. , .
Las gemelas se abalanzaron entonces sobre Gawain, quien las apartó entre risas.
—¡No nos hiciste llegar la noticia de tu boda, pedazo de zoquete! —bromeó una—. ¿Cuándo te casaste?
—Hace dos días. La ceremonia se llevó a cabo de forma bastante repentina.
—Pensábamos que no te casarías jamás —dijo la otra—. Mama creía que era una cuestión sin remedio. ¡Ya sabes cuánto anhelaba ese día!
—Lo sé —repuso Gawain en voz baja, mirando a Juliana.
—Y nosotras también —añadió la primera—. Pero ya te habíamos dejado por imposible...
—Después de todos esos galanteos y todos los rechazos...
—Cállate, Cat, asustarás a mi esposa con estas historias —se apresuró a cortarla Gawain—. ¿Cómo está nuestra madre? ¿Lo bastante fuerte para soportar esta sorpresa?
—Ya lo sabe —repuso Eleanor. Al menos, Juliana pensó que era Eleanor, porque había advertido que su rostro era un poco más redondito que el de su hermana, y el tono de su risa un poco más grave—. Robin se lo dijo.
—Fue toda una conmoción, pero se lo tomó bien —terció Catherine.
—«Una escocesa», repetía una y otra vez —añadió Eleanor—. «Una escocesa», como si no pudiera creer que tú te hubieras casado con una escocesa en estos tiempos de guerra. Una esposa escocesa para un Avenel no es algo demasiado favorable, pero yo creo que es maravilloso, porque tú...
—Está bien —cortó Gawain bruscamente—. No os inquietéis.
Ven, lady Juliana —le dijo, tirándole suavemente del brazo, porque ella había retrocedido un tanto ante la insinuación de que una escocesa podía no ser muy bien recibida allí, después de todo—. Ven. Quiero que conozcas a mi madre. ¿Está en su habitación, Nell?
—¿ En qué otro sitio puede estar, estos días? Robin estaba con ella hace un rato, pero ya se ha ido, y ella ha dormido un poco —informó Eleanor.
—Ahora ya se ha despertado. Acabo de venir de allí—añadió Catherine—. ¡Y querrá conocer a tu esposa de inmediato, desde luego!
Gawain asintió y caminó hacia la torre, asiendo con firmeza el codo de Juliana. Ella lo siguió en silencio, con paso lento, como si las piernas se le hubieran vuelto de barro a causa del temor y la fatiga.
—¿Qué nos has traído? ¿Un libro?—preguntó una de las jóvenes.
—Si os regalo un solo libro más, vuestro estante se caerá de la pared —repuso Gawain.
—¡Siempre nos traes un libro nuevo, cada vez que vuelves a casa!—protestó la otra gemela.
—Sí, claro —exclamó Gawain, como si acabara de recordar algo, aunque Juliana adivinó que estaba bromeando con las muchachas—.
Hay un libro en mi equipaje. Es la historia de Sir Bevis de Hampton.
—Mamá nos contó esa historia. Ese hombre luchó contra un dragón, salvo a Inglaterra y cruzó un desierto para encontrarse con su amor —dijo una de las chiquillas. Y ambas suspiraron.
—Ahora podréis leerlo cuantas veces queráis —dijo Gawain.
—¿Qué has visto en Newcastle? ¿Has hablado con el rey? ¿Has asistido a un torneo? —Las preguntas eran emitidas con tal rapidez y con voces tan similares, que Juliana a duras penas podía seguir quién preguntaba qué—. ¡Robin nos ha dicho que fuisteis a una gran fiesta!
—Sí, efectivamente —repuso Gawain, mirando a Juliana de reojo.
—¿Has traído algo para mamá? ¿O algo más para nosotras?
—Una de las gemelas (posiblemente Catherine) esbozó una sonrisa con tal candor y encanto que Gawain soltó una risita y Juliana tuvo que sonreír para sí.
—¿Habéis sido buenas chicas, y obedientes, como mamá os pide que seáis?
—A todas horas. —Una parpadeó y la otra rió alegremente.
—Robin dice que todos fuisteis a la fiesta del rey, donde todo eran lujos, cisnes y acróbatas, y que conociste a tu esposa allí. ¡Cuéntanoslo!
Los dedos de Gawain hicieron mayor presión sobre el brazo de Juliana; su roce era extrañamente reconfortante:
—Había pasteles y castillos de azúcar, y cisnes, y pavos reales...
Vimos al rey. Pero no a la reina, que sigue en Londres. Participé en un torneo y gané la justa de aquel día, y comí tanto en la fiesta que temí que fuera a estallar. —Gawain sonrió—. Pero no me atiborré tanto como Edmund y Robin.
—Y ganaste una esposa —dijo Catherine. Las muchachas se habían cambiado de lugar otra vez, y ahora estaban de nuevo hombro con hombro. Juliana, a pesar de la fatiga, intentaba seguir los movimientos de cada una para mantenerlas identificadas.
—Pues sí —asintió Gawain—. Iba vestida totalmente de blanco, y era la más hermosa criatura que yo jamás hubiera visto. —Juliana lo miró y parpadeó, sorprendida, pero él no se volvió a mirarla—. Tengo otra noticia. Vuelven a enviarme a Escocia.
—Robin ya nos lo ha dicho. Mamá se quedó bastante turbada.
—Ya me lo temía —repuso Gawain.
—Tú puedes tranquilizarla al respecto. Y cuéntale lo de tu boda... y a nosotras también —dijo la segunda de las gemelas—. No escatimes ningún detalle. Eso complacerá a mamá. Ya sabes lo mucho que le gustaban las espléndidas celebraciones en la corte, cuando ella y papá estaban juntos. —La joven (Eleanor, pensó Juliana) hizo un puchero—. Ojalá nos lo hubieras hecho saber y nos hubieras invitado a la boda, Newcastle no está tan lejos de Avenel.
—¿Y perderme ver la expresión de sorpresa en vuestras caritas? —repuso Gawain—. Fue una boda. Todas son muy parecidas. —Y su sonrisa burlona hizo que las jóvenes se lamentaran mientras el grupo subía los escalones de piedra de la torre.
Gawain abrió la puerta principal y cedió el paso a Juliana y las muchachitas hacia un vestíbulo en penumbra donde había tres puertas y otro tramo de escaleras:
—Quedaos aquí—dijo Gawain a sus hermanas—. Este encuentro debe ser en privado. —Les señaló gentilmente una portezuela cubierta con cortinajes, y condujo a Juliana escaleras arriba con él.
Ella las subió, con la cabeza muy erguida, aunque cada fibra de su I cuerpo parecía estar temblando. Sus pisadas resonaban.
—A mis hermanas les has gustado mucho —dijo Gawain—, aunque te pido disculpas por su charla sin fin. —Miró a Juliana, pero ella no respondió, mientras ambos recorrían un pasillo que olía a piedra y, extrañamente, a alcanfor.
Se acercaron a una puerta con arco, y Gawain se detuvo: I
—Ahora debo pedirte que correspondas mi cortesía hacia ti —dijo, en voz baja. Juliana ladeó la cabeza, escuchando, esperando— Quiero que finjas ser una feliz recién casada cuando entremos en esa habitación.
Ella frunció el ceño, se cruzó de brazos y desvió la mirada. Desde luego, aquella era la última cosa que podía fingir. No se le ocurría ningún motivo para acceder a la petición de Gawain.
—Puedes hablar —le dijo él, seco—. Contéstame.
Ella lo miró:
—¿Una feliz recién casada? ¿Estás chiflado?
—Representas el papel de doncella misteriosa con bastante soltura. Ahora, actúa como una esposa enamorada. Sonríe, cuélgate de mi brazo... haz todo lo que una esposa feliz haría. —Le ofreció el brazo.
Ella lo rechazó:
—Yo no soy una feliz recién casada, enamorada y satisfecha —repuso—. Soy una prisionera. Hasta hace una hora, estaba encadenada, humillada... Y volveré a estarlo, supongo.
—No fui yo quién eligió que te dispensaran ese trato.
Juliana levantó la barbilla:
—Y, a cambio de ofrecerme un poco de libertad liberándome de las cadenas, ¿crees que mereces un favor?
Él suspiró, impaciente:
—He hecho un poco más que eso por ti. Sólo te pido esto a cambio.
—Quiero que me prometas que no volveré a llevar cadenas.
—No puedo asegurarte tal cosa.
—Y yo tampoco puedo fingir ser una feliz esposa. —Desvió la mirada.
—Por favor —susurró él. Su tono, ronco y lastimero, provocó en Juliana cierta compasión y curiosidad.
—¿Por qué? —le preguntó suavemente, intrigada.
—Porque estoy a punto de presentarte a mi madre.
—¿Y tanto miedo le tienes a tu madre que debes mentirle, y hacer que yo le mienta, acerca de nuestra boda?
—No es eso —repuso él, tensando los labios.
—¡Debe de ser una auténtica arpía! ¡Su primogénito suplica favores por los pasillos para evitar tener que decirle la verdad!
Gawain dio un paso hacia Juliana, que retrocedió hasta dar con los talones contra la pared.
—Te juro —dijo él— que el cisne mudo es más agradable al oído que el ganso graznador. —Ella lo miró fijamente. Él sostuvo la mirada sin pestañear, hasta que Juliana cedió—. Sea cual sea tu opinión —siguió Gawain—, haz lo que te pido y te garantizo cortesía... aunque ahora mismo lo que me apetecería de verdad es estrangularte.
—No lo haré —replicó Juliana con firmeza.
—Tan sólo tienes que fingir ante mi madre. Puedes despreciarme cuanto quieras en privado.
—Tu madre debería saber que su hijo cruza toda Inglaterra con una muchacha encadenada —dijo Juliana—. Debería saber que la ata incluso para dormir, y que no la libera de ese suplicio tan sólo para ganarse el favor del rey.
—Hice lo que debía hacer, e intenté tratarte con amabilidad.
—Amabilidad, si viene de un guardián, pero aspereza y brusquedad si se trata de un esposo.
—Tú no quieres un esposo —le recordó Gawain.
—Ni tampoco un guardián —replicó ella—. Y mucho menos uno que se guarda la llave, me encadena y libera a su voluntad, y quiere que juegue a ser la dulce esposa de un cortés caballero para dar la impresión de ser el hijo perfecto.
Gawain dio otro paso hacia ella con las mejillas encendidas y los ojos relucientes en la penumbra. Juliana apoyó con fuerza los hombros contra la pared mientras él se inclinaba hacia ella:
—No debería estar nunca a solas contigo —le dijo, apoyando una mano en el muro—. Hace que se te suelte la lengua.
—Mejor que sea mi lengua, antes que mis cadenas, diría alguien—le espetó ella—. Al menos, no puedes controlar mis palabras... o mi silencio.
Gawain le dedicó una áspera mirada, dejando que su peso pasara hacia delante, sobre sus manos, para mantener a Juliana atrapada en el mismo lugar:
—Pequeña Doncella Cisne, callada y quieta —murmuró, mirándola fijamente—. Delicada dama necesitada de un paladín. Salvaje y astuta, sin necesidad de que nadie la ayude. Y ahora, una pescadera
Highlander de lengua afilada. ¿Quién demonios eres?
—Tan sólo una muchacha que quiere volver a su hogar. Eso —añadió, desviando la mirada mientras la necesidad de estar en casa la angustiaba.
—Yo te llevaré allí, pero antes tienes que fingir que estás muy contenta de haberte casado conmigo. Si haces el favor —añadió, entre dientes.
Ella entrecerró los ojos:
—¿Es todo lo que pides de mí?
—Sí.
—¿No esperas... deberes de esposa?
La mirada de Gawain resbaló lentamente hacia abajo y luego subió otra vez:
—Ni uno solo —murmuró, con una expresión tan directa que Juliana desvió de nuevo la mirada—. Hasta que tú no lo quieras también, y te entregues a mí... libremente.
Se hizo un silencio denso. Juliana le miró desconfiadamente, y él la atrapó con su mirada oscura y profunda.
—¿Tan sólo eso, y luego me llevarás a la abadía de Inchfillan?
—Si es ahí donde vives... Podemos detenernos allí en nuestro camino hacía Elladoune. Eso también es tu casa, ¿verdad?
—¡Elladoune! —Juliana miró a Gawain sorprendida—. ¿Por qué allí?
—Tengo la misión de estar al mando de aquel destacamento.
—Habría sido todo un detalle por tu parte decirme a dónde me llevabas. Pensé que sería confinada a otra prisión. —El corazón le latía con fuerza. Juliana ya casi había perdido la esperanza de volver a pisar Elladoune jamás; y ahora, de repente, tenía la oportunidad de hacerlo—: ¿Tenemos que ir allí juntos, como marido y mujer? ¿O como uno de los hombres del rey y su prisionera?
—Como marido y mujer sería más plácido, ¿no crees?
Juliana frunció el entrecejo, pensando. Sopesando:
—Sí, claro —admitió. Miró a Gawain. Él se inclinó aún más hacia ella, hasta que Juliana sintió el calor de su aliento en sus labios. Sin quererlo, sin pensarlo, como llevada por un embrujo, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
—Me pregunto —susurró Gawain— cómo sería un matrimonio plácido entre tú y yo. ¿Tú no?
Ella separó los labios, quiso hablar, pero tan sólo pudo mirar fijamente a Gawain. Él cerró los ojos, y los de Juliana también se cerraron y, un instante después, sus labios se rozaron con una suave presión.
Al igual que con el dulce y breve beso de la boda. Juliana se sintió invadida por una inesperada ola de placer. A la que siguió una ráfaga de ardiente deseo. Casi gimió de ganas de rendirse a Gawain, pero se mantuvo inmóvil y pasiva.
Él se separó y la miró a los ojos:
—¿Es tanta molestia —murmuró— fingir durante un corto espacio de tiempo que estamos contentos el uno con el otro?
Ella lo miró fijamente, con el corazón latiéndole a toda velocidad y la respiración agitada. Se inclinó un poco hacia él, sin aliento, y luego volvió a apoyarse en la pared.
—Juliana —dijo Gawain—, te ruego que hagas esto por mí.
Ella suspiró:
—¿Esperarás lo mismo en Elladoune?
Él se separó de la pared:
—Como tú quieras —gruñó, y le dio la espalda.
—Yo... pensaré en ello —repuso Juliana, cauta.
La puerta del final del pasillo se abrió y una criada miró a ambos jóvenes. Gawain asió a Juliana de la mano:
—Piensa rápido —le dijo, y tirando de ella empezó a caminar.

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estoy ardiendo en versos que no nacen. Los siento, sin cabeza, remover el caudal de sangre virgen - alfilerazos hondos - en las hebras au...