Están entrando a un lugar lleno de magia donde yo......
Soy anfitriona...Deberán saber que en otra oportunidad ustedes serían mis víctimas pero en esta ocasión solo busco vuestra compañía...Compartir gustos y momentos agradables...Yo los invito a caminar a mi lado en las tinieblas...Yo los invito a entrar...Los guiaré para que vuestros ojos se deleiten ante miles de mundos creados por mágicas manos...Y a veces los dejaré entrar a mi propio mundo que encontrarán en mis palabras... Solo se pide que dejen vuestra huella...Vuestro susurro...Vuestras miradas...En definitiva vuestra presencia para poder existir...Si ustedes están ahí...Yo siempre estaré aquí...Envuelta en tinieblas...
Un saludo muy sincero..

martes, 13 de junio de 2017

La cisne Capítulo 8



Bendita libertad. Las cadenas ya no estaban. Por fin Juliana sentía el frío roce del aire en el cuello y las muñecas. Tumbada en la oscuridad, se preguntó si la Fiesta del Cisne no habría sido tan sólo una pesadilla.
Luego, ya completamente despierta, se dio cuenta de que su cautividad todavía era real, porque allí estaba, en la cama de la posada. Pero alguien la había liberado. Aliviada y agradecida, suspiró y se desperezó.
Después de semanas de dormir sobre paja y cubierta por delgadísimas sábanas, aquella mullida cama era tan cómoda como una suave nube. Bostezó y se acurrucó en su calidez. La noche anterior había hecho otro tanto en un rincón de la fría mazmorra, con miedo a quedarse dormida por si los guardianes entraban en la celda.
Aquí, en cambio, había dormido profundamente durante lo que le parecía bastante tiempo, aunque el cielo aún estaba oscuro al otro lado del vidrio opaco de la pequeña ventana, y la lluvia seguía repiqueteando incesantemente.
Se dio la vuelta y ahogó un chillido de alarma.
Gawain dormía junto a ella y su silueta inmóvil se dibujaba en la penumbra bajo las sábanas. Juliana no había advertido su presencia hasta aquel momento. La suave respiración de Gawain se confundía con el sonido de la lluvia.
Juliana se preguntó si habría sido Gawain quien la había liberado de las cadenas... Al menos, la había dejado completamente vestida. Al parecer, el joven no había intentado forzarla, como el rey le había sugerido que hiciera.
Todavía. Juliana se incorporó sigilosamente, observando a Gawain.
Entre las sombras, tan sólo veía la firme tersura de un hombro desnudo, y la densidad de la oscura melena sobre la almohada. Él suspiró, volvió la cabeza, y siguió roncando suavemente. Segura de que el joven estaba totalmente dormido. Juliana se inclinó hacia él para observarlo desde más cerca, llevada por la curiosidad.
Gawain manaba calidez, y su olor era limpio, especiado, muy agradable. Olía a bienestar, a confort, pensó Juliana de repente. Recordó el suave beso que se habían dado después de pronunciar los votos del matrimonio. Recordó cómo Gawain la había mantenido a salvo, años atrás, entre sus brazos. Un ligero escalofrío la recorrió de arriba abajo. Se preguntó cómo sería volverlo a besar, larga y profundamente, como amantes.
Pero él no era su amante, y su noche de bodas era una farsa. Sobre ella había caído un marido como una condena. Él la había ayudado, y ella le estaba agradecida, pero Gawain seguía siendo un enemigo de su pueblo. El rey Eduardo había jurado destruir a Robert Bruce y Escocia, y Gawain Avenel se había levantado con los otros caballeros y había repetido aquella promesa.
Juliana tenía que huir de él y de aquel lugar antes de que Gawain despertara e intentara reclamar sus derechos como marido. Sería mejor que Juliana huyera incluso de Newcastle, y así él no podría volverla a encadenar como prisionera, aunque fuera su esposa.
Salió de la cama y se puso en pie. Aunque el vestido de satén crujía con bastante estrépito, el caballero dormía profundamente. Juliana le dio la espalda mientras se preguntaba qué ropa podía ponerse: no podría escapar en plena noche con un vestido que relucía como una luna llena. Se desabrochó la lazada del cuello, dejó resbalar el vestido y se quitó también las finas e incómodas chinelas a juego. Ahora tan sólo llevaba puesta la ligera camisola.
La borrosa silueta de la casaca del caballero se dibujaba a los pies de la cama. El oscuro sayo de sarga era muy holgado, y Juliana se lo puso por la cabeza, metiendo los brazos en las mangas. Avenel era muy ancho de hombros, y ella era menudita, pero de piernas largas. Le sentaba lo suficientemente cómodo para huir de allí corriendo, pensó la joven.
A tientas, logró encontrar el cinturón de cuero y se lo ciñó sobre las caderas, pero casi le resbaló al suelo, y decidió dejarlo a un lado. Observando con cuidado hacia la cama, Juliana descubrió las botas de Gawain. Eran fuertes y de acabado perfecto, y le venían tan grandes que tuvo que rellenar las punteras con algunos pedazos de junco que arrancó del revestimiento del suelo.
Se hizo una trenza para que el pelo no la molestara, aunque la fina textura de sus cabellos no lograría mantener el peinado durante mucho tiempo sin un lazo que lo sujetara. Luego, se dirigió de puntillas hacia la puerta, la abrió, y salió de la estancia.
El brasero se había apagado, pensó Gawain entre sueños, revolviéndose en la cama. Las sábanas estaban frías. Se dio la vuelta y alargó una mano en la oscuridad.
Juliana no estaba allí.
Se incorporó de un salto y buscó a tientas su ropa. También había desaparecido. Se puso en pie, mascullando, sobre un ovillo de satén blanco. Juliana no sólo había escapado de la habitación, sino que no le había dejado más prendas que ponerse que los calzones que llevaba... o el vestido de cisne y el bonete de plumas.
Soltando maldiciones en voz baja, corrió hacia un rincón, donde había dejado su alforja. El día anterior, con la perspectiva de viajar hacia el norte para cumplir con su período de servicio como caballero (sin esposa, pensó amargamente), había empacado ropa, sábanas y otros utensilios.
Sacó una casaca marrón oscuro y se la puso sin perder un instante. Descubrió que Juliana también se había llevado las botas, soltó un reniego y fue hacia la puerta, tropezando por el camino con una banqueta.
Recorrió el pasillo y bajó las escaleras a toda prisa. Las otras habitaciones estaban ocupadas por caballeros del rey, incluyendo a Henry y a sus hermanastros, pero nadie se despertó.
La puerta principal tenía el cerrojo abierto, y la capa de Gawain había desaparecido de la clavija en la pared donde él la había colgado para que se secara. Gruñendo de puro enojo, Gawain salió a la oscuridad de la noche.
La lluvia lo empapó en un momento. Entre la penumbra vio a alguien al final de la calle. Primero, pensó que se trataba de un muchacho. Luego, se dio cuenta de que era Juliana, titubeando sin saber muy bien a dónde dirigirse.
Al amparo de las sombras, pegado a las casas, Gawain avanzó rápidamente hacia ella, y logró atraparla justo cuando ella se volvía para echar a correr.
—¿Vuelves a Escocia? —le preguntó Gawain.
Ella intentó zafarse, farfullando bajo la intensa lluvia. Gawain la sujetaba con fuerza mientras las gotas caían sobre su cabeza, se deslizaban por el cuello abierto de la casaca marrón y bajaban como por un caño hasta sus helados pies descalzos.
Ella chilló de nuevo e intentó pisarlo con sus propias botas. Él la esquivó elegantemente.
—No irás muy lejos —le dijo—. La ciudad está rodeada por una muralla de varios pies de grosor y más de veinte pies de altura, y que tan sólo tiene siete puertas. —La atrajo de un tirón hacia sí y señaló hacia el castillo que dominaba la ciudad—: Diecisiete torres, todas ellas con guardias alerta, día y noche. La muralla exterior de la ciudad fue construida hace cincuenta años para impedir que los escoceses entraran. Sin duda también impedirá que una sola escocesa pueda salir.
Levantó a la joven y se la puso sobre el hombro. Se dirigió de vuelta a la posada no sin tener que hacer un considerable esfuerzo por no soltar a Juliana, que se retorcía y le daba puntapiés en las caderas. Él le pegó un cachete en la parte de su cuerpo que le quedaba más a mano, su pequeño y redondo trasero, y recibió como respuesta un puñetazo en los riñones.
Una vez en la posada, Gawain cerró la puerta de golpe y dejó a Juliana en el suelo. La despojó con un solo gesto de la empapada capa y la colgó de un perchero. Ella le miró fijamente, con los ojos furiosos, las mejillas encendidas y la frente cubierta de mechones de pelo mojados. Él seguía sujetándola con fuerza por un brazo.
—Si los ojos fueran dagas... —murmuró Gawain.
—Probarías su hoja —saltó ella. Su voz sonó suave, ronca, y se quebró en la última palabra.
Él enarcó una ceja:
—Vaya, o sea que sí que hablas. Ya me lo imaginaba. Bien. Pues ahora puedes explicarme qué demonios hacías ahí fuera. —Y empezó a llevarla hacia las escaleras.
Juliana se plantó de golpe, terca como una muía, y él tiró de ella y prácticamente la arrastró escaleras arriba. La joven temblaba bajo la tenue camisola empapada, que le sentaba ahora mismo como un paño mortuorio.
Cuando llegaron al segundo piso, Henry se asomó un poco por una de las puertas. Luego, se abrió otra, por la que husmearon Robin y Edmund. En lo alto del último tramo de escaleras estaba Bette, con una vela en la mano. Todos estaban boquiabiertos.
—Buenas noches —dijo Gawain sucintamente, y cruzó el pasillo tirando de Juliana. Abrió de par en par la puerta de su dormitorio, empujó a la joven al interior, entró tras ella, cerró con un portazo y echó el cerrojo.
—Como si eso pudiera evitar que saliera de nuevo —dijo Juliana.
Se cruzó de brazos y miró fija y descaradamente a Gawain.
—¿Estás decidida a escapar? ¿Y qué hay de la muralla que rodea la ciudad? ¿Tienes la intención de volar sobre ella, Doncella Cisne?
—No entiendes nada. Debo volver a mi hogar —Gawain adivinó un temblor lastimero en el tono de la joven y frunció el ceño.
—Entiendo, y bastante bien, que debes quedarte aquí. —Ella volvió la cabeza, indignada, y no respondió—. Veo que vuelves a tu acostumbrado silencio. ¿A qué es debido este mutismo tuyo? Recuerdo que hace unos años tuve que pedirte que te callaras. Tenías un montón de discursos que soltar cuando nos escondimos en aquel lago con los cisnes.
—Eso sucedió hace mucho tiempo. Casi no me acuerdo. —Su inglés tenía la cadencia ligera del gaélico. Provocaba en Gawain remotos ecos de la gente y los lugares que era mejor olvidar—. ¿Qué vas a hacer conmigo ahora?
—No he pensado en ello. He estado durmiendo hasta hace apenas unos minutos. —Empujó a Juliana hacia la cama, y ella se sentó en el borde, mirándolo fijamente. Gawain se percató de que estaba temblando. Él también sentía frío y estaba empapado—. Quítate esa camisola mojada y métete bajo la colcha —le dijo a la joven. Se pasó la mano por el pelo para eliminar unas cuantas gotas.
—No pienso hacerlo. —Juliana se cruzó de brazos.
Gawain se dirigió al rincón para atizar el fuego del brasero echándole unas cuantas ramas secas y unos cuantos carbones de un cesto.
Juliana se puso en pie y empezó a ir hacia la puerta. Él se volvió, la asió del brazo y la hizo retroceder con firmeza de nuevo hasta la cama.
—Soy un hombre muy paciente —le dijo—, pero la paciencia se me está acabando. Siéntate. Y desnúdate. Estás temblando de frío.
—¡Ni se te pase por la cabeza la idea de ayudarme a entrar en calor! —Juliana se sentó otra vez, y volvió a mirarlo, desafiante.
Como respuesta, Gawain agarró una de las mantas de la cama y se la echó sobre los hombros. Ella la asió y empezó a frotarse el pelo.
Gawain se volvió, se despojó de su empapada casaca y la dejó caer a los pies de la cama. Ante Juliana, con tan sólo los calzones puestos, agarró otra de las mantas y tiró de ella, sin pedir siquiera perdón a la joven, que estaba sentada encima. Se la echó sobre sus propios hombros.
Los ojos de Juliana se posaron un instante en su torso desnudo; su mirada bajó un poco, y volvió a subir. La joven retrocedió a toda prisa sobre la cama:
—Esperaba que fueras un caballero cortés que me ayudaría. Y en lugar de eso pretendes poseerme contra mi voluntad.
—Yo no...
—¡He oído perfectamente las órdenes del rey! ¡Y puede que sea un rey, pero ese hombre se comporta como un perro lascivo! No voy a dejarme dominar para vuestra diversión. ¡Encadéname, fuérzame, si te atreves! ¡Retuércele el pescuezo a mi cisne y mándalo cocinar para tu cena... o retuérceme el cuello a mí! ¡Pero no me dejaré domar!
Gawain la miraba fijamente. Pálida y etérea cual rayo de luna, Juliana poseía una intensa llama de honradez que haría sentir a cualquier rebelde orgulloso y fuerte. Y ahora la dirigía hacia él como si Gawain fuera un objetivo de paja y ella un pedernal.
El joven levantó una mano en gesto de paz:
—No tengo la intención de domarte —le dijo—. Puedes estar tranquila.
—¿Tranquila? ¿En una cama contigo? —Se envolvió aún más con la manta—. El rey te ha ordenado públicamente que me poseas esta noche... para demostrar que Inglaterra puede violar a Escocia. ¡Eso es algo que los escoceses ya sabemos, y lucharé a muerte contigo si lo intentas!
—No lo dudo —repuso Gawain lentamente—. La única orden por escrito que he recibido del rey es que te lleve de nuevo a Escocia y que sigas siendo allí mi esposa. No tengo por qué cumplir sus otras órdenes. Las olvidará pronto, cuando vuelva a estar sobrio —murmuró.
Ella se pasó una mano por los cabellos húmedos:
—¿Y tú, también estás borracho? Todos los hombres estaban como cubas, esta velada pasada —dijo Juliana con asco.
—Controlo mis actos, si es lo que quieres saber. —Ella volvió a mirarlo fijamente. Él le devolvió la mirada y luego se sacudió el pelo para secarlo un poco más—. Te quedarás aquí —anunció bruscamente—. Ahora eres mi esposa y soy responsable de ti. Y una prisionera de la Corona. No voy a jugarme la vida por tu huida.
—¡No soy tu esposa!
—Nos ha casado un sacerdote. ¿O acaso te has perdido aquel momento?
Juliana respiró profundamente:
—Cuando las paredes del infierno estén cubiertas de hielo, entonces seré tu esposa. ¡Cuando los duendes escoceses le sirvan golosinas al rey de Inglaterra, entonces seré tu esposa! —Cruzó con fuerza los brazos sobre el pecho y levantó la barbilla.
Él enarcó una ceja:
—Tienes mucho talento con las palabras... para ser una doncella silenciosa.
—Los votos de esa boda no son válidos. Yo no los he pronunciado.
—No son válidos para nosotros, pero la boda es legal. Tu asentimiento ha sido suficiente, y nos han unido ante los ojos de Dios y de los hombres. Para deshacer la unión, tendremos que buscar un sacerdote que quiera pedir un divorcio a Roma. Es bastante más sencillo que permanezcamos casados.
—No será necesario un divorcio —anunció Juliana—. Con una anulación será suficiente, dado que el matrimonio no se va a consumar.
—¿Ah, no? —Él seguía allí, de pie, mirándola, cada vez más furioso. Se sentía cansado, agotado, y hasta aquel momento había sido más que amable con ella; y aún así ella lo trataba como si fuera un patán.
—Los míos te matarán si osas tocarme —amenazó Juliana.
—Uno de los tuyos me matará de todos modos si vuelve a verme algún día —murmuró él, frotándose los hombros con la manta. Ella lo miró sorprendida, pero Gawain no tenía ninguna intención de explicarle la relación entre él y James Lindsay, primo de Juliana.
—Mi tutor es un abad. Vivo en su casa.
—¿En un recinto religioso? No te comportas como una novicia.
—Si fuera una novicia, los guardias del rey me habrían dejado en Escocia. El padre abad anulará el matrimonio.
—Ya lo veremos. —Gawain se sentó sobre la cama. Ella retrocedió—. Cálmate, no voy a hacerte ningún daño —le dijo, aburrido—. Y tampoco quiero discutir sobre legalidades. Lo único que me apetece es dormir un poco. —El sueño se lo llevaba como la corriente de un río.
Juliana miró largamente la cama:
—Duerme en el suelo.
—Comparte la cama conmigo —replicó él. Ella sintió un escalofrío—. Quítate esa camisola mojada —le dijo abruptamente.
—No pienso hacerlo.
—Es verano, pero estos días lluviosos han sido bastante fríos últimamente. Mañana estarás enferma, por como tiemblas. Quítate la ropa y entra en calor. —Tiró de la manta de Juliana y luego despojó a la joven de la camisola con un solo y firme gesto. Ella se retorció y protestó con un chillido. Él recogió su casaca del suelo y la lanzó por los aires con la camisola, haciendo aterrizar ambas prendas junto al brasero, donde se secarían.
Juliana se puso en pie de un salto, con tan sólo una finísima ropa interior puesta. Antes de que se envolviera con la manta, Gawain pudo ver durante un instante unos pequeños senos de pezones rosados y unas delicadas y elegantes curvas.
—Quítate mis botas y métete en la cama —le ordenó Gawain bruscamente.
—¡Tú quieres violarme!
Él lanzó un suspiro de exasperación:
—Estoy demasiado cansado para violar a nadie. Y mucho menos a una histérica muchachita de las Highlands. —Cansado, sí, pero no sin ganas, notó Gawain. La visión de aquel esbelto cuerpo había encendido una llama en él.
Ella tenía los ojos clavados en Gawain y respiraba entrecortadamente. Él desvió la mirada para aminorar el deseo que crecía en su interior.
—Esas botas tienen que estar secas mañana por la mañana para que yo pueda ponérmelas —le dijo a la joven.
Juliana se las quitó de un par de puntapiés y las pateó hacia el brasero. Él se levantó para colocarlas de modo que pudieran secarse con facilidad. Cuando se volvió hacia Juliana, ella retrocedió de nuevo:
—¿Qué me garantiza que no vas a violarme?
—¿Tú quieres ser violada?
—¡No!
—Entonces, deja de hablar de ello. —Gawain fue hasta la cama.
Ella lo observó sin dejar de estar alerta y luego se alejó un poco más, arrastrando los pies—. Juliana —siguió Gawain con paciencia—, me hieres. Soy un caballero que ha jurado su honor, pero tú no confías en mí. Te he demostrado que puedes hacerlo, pero tú sigues sin querer fiarte.
—¿Fiarme de un Sassenach? —preguntó ella, incrédula.
—Si mi palabra es... casi suficiente para el rey Eduardo, es lo bastante buena para ti. Acuéstate.
—Duerme, si estás cansado —repuso ella—. Yo ya no lo estoy tanto como antes. —Y su mirada se dirigió hacia la puerta.
—Oh, no —exclamó él, adivinando las intenciones de la joven—.
Ni siquiera pienses en ello. A mí no se me puede engañar dos veces.
—Se acercó a Juliana, la levantó en brazos y la echó sobre la cama. Luego, se sentó en el borde, inmovilizando a la muchacha con los brazos.
—Suéltame..., diste tu palabra... —Juliana se retorcía bajo la presión de Gawain—. ¡No seré tu esposa, y no me quedaré aquí!
—Estáte quieta, o me veré obligado a encadenarte para mantenerte a salvo durante la noche. —Gawain se inclinó un poco sobre Juliana para aumentar la presión y la manta se le resbaló de los hombros.
Su torso desnudo rozó los suaves senos de la joven, y tan sólo separaba ambos cuerpos la ligerísima ropa interior húmeda. Gawain sintió los duros pezones de Juliana contra su piel, y se estremeció.
Ella se agitaba bajo su musculoso cuerpo:
—¡Suéltame!
—Eso sería una locura demasiado grande por mi parte. —Pero una locura mayor aún era mantenerse en aquella posición con la muchacha, se dijo enseguida. Agarró las cadenas de oro de encima de la mesilla.
—Has dicho que eres todo un caballero, pero es mentira —le espetó ella, revolviéndose—. ¡Quieres violar a tu propia esposa!
—Si con ello consigo calmarte, quizás contemple la posibilidad—murmuró él.
—¿Dónde está tu cortesía, tus modales? —Juliana seguía agitándose bajo su cuerpo.
—En estos momentos, los estoy poniendo en práctica —repuso él, gruñendo. Se inclinó aún más hacia ella, que se quedó inmóvil contra la almohada, mirándolo fijamente—: Escúchame. Tienes que quedarte aquí, y yo necesito dormir. Tú también, me parece. ¿Puedo confiar en ti, al menos por esta noche?
—No me quedaré aquí contigo. Quiero irme a mi casa, a Escocia.
Quiero ser libre. —La voz le tembló en las últimas palabras, y Gawain se dio cuenta de lo muy en serio que Juliana hablaba.
—Te llevaré hasta tu hogar.
—¡Sí, en el momento que tú decidas, y como prisionera!
Él suspiró:
—¿Puedo fiarme de ti por esta noche? —Ella negó vehementemente con la cabeza—. Bueno, al menos eres sincera. Te pido disculpas. Pero no me dejas otra opción. —Deslizó una de las argollas y la cerró sobre la muñeca de Juliana. Luego, ató la cadena al poste de la cama y cerró la otra argolla sobre los eslabones. Se puso en pie y miró a la joven—: Ahora podemos descansar un poco.
Ella, enfurecida, empezó a tirar de las argollas, mientras Gawain arreglaba un montoncito de cojines para que Juliana estuviera cómoda y se acostaba en el otro extremo de la cama, tapándose con la colcha.
—¡Te quitaré la llave en cuanto te duermas!
Gawain se dio la vuelta hacia ella con rapidez, le sujetó el brazo contra su cuerpo, de modo que la muñeca le rozaba los senos, que se agitaban bajo su mano:
—No lo harás, a menos que quieras que te coloque el resto de las cadenas —le dijo, muy serio. Ella le dio un puntapié. Él se volvió, dándole la espalda.
—¡Debes de tener antepasados realmente asquerosos porque, desde luego, eres un cerdo! —le espetó Juliana.
—Y tú —repuso Gawain— resultabas mucho más atractiva cuando eras un cisne mudo. —Pegó un puñetazo sobre la almohada.
Oyó un ronco gruñido y notó un empujón casi sin fuerza, sofocado por la ropa de cama que los separaba. Pero la joven no dijo nada más, y Gawain se sintió caer de nuevo hacia un sueño profundo.





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estoy ardiendo en versos que no nacen. Los siento, sin cabeza, remover el caudal de sangre virgen - alfilerazos hondos - en las hebras au...