—Tu marido ha dicho que te despertarías con hambre esta mañana —le dijo, sonriendo maliciosamente—. A veces, despierta el apetito cuando estás casada con alguien que te acelera el corazón.
Juliana se sonrojó ante la obvia suposición de Bette. Sólo que lo cierto era lo contrario: ella y Gawain lograban que sus respectivos corazones se desbocaran, pero no a causa del amor. Juliana comió de prisa, porque estaba realmente hambrienta.
—Te echaré una mano para engalanarte —siguió Bette. Ayudó a Juliana a ponerse el vestido—. Tu marido y sus parientes están esperando abajo. Y también hay un grupo de soldados en la calle. Sea lo que sea lo que hayas hecho, querida, tienen la intención de no quitarte ojo de encima. Han traído órdenes escritas del rey. Tu esposo las ha estado leyendo esta mañana y no parece estar demasiado contento.
Juliana seguía en pie, muda e inmóvil, mientras Bette le hacía una trenza y la sujetaba con un lazo.
—Deduzco que tu marido cree que eres inocente de cualquier crimen, y pienso lo mismo —continuó Bette—. Ha estado sentado, con el semblante sombrío, jugueteando distraídamente con esas cadenas hasta que tanto tintineo ha estado a punto de volverme loca.
Juliana lanzó un suspiro, pensando que lo más probable era que su esposo le estuviera dando vueltas al tema de su no deseado matrimonio, el intento de huida por parte de ella y las discusiones que ambos habían mantenido después. Se dijo que no debería de haber sido tan tonta para romper el silencio ante él.
Se sentó en la cama y deslizó los pies en las chinelas, de piel teñida de blanco para que hicieran juego con el vestido. Levantó la mirada cuando Bette se acercó con el bonete de plumas para colocárselo sobre la cabeza.
—También está ahí uno de los hombres del rey, y lleva puesta la armadura más oscura que jamás he visto —anunció Bette—. Es el jefe de tu escolta.
Juliana frunció el ceño mientras Bette le ajustaba el bonete; recordaba demasiado bien su viaje hacia el sur. De Soulis no había demostrado tener ninguna consideración para con ella, y había ordenado que mantuviera un paso ligero, que fuera bien atada con sogas, y que tomara regularmente una dosis de vino especiado con hierbas para que sus sentidos permanecieran aturdidos. A pesar de que ahora contaba con la presencia de Gawain, Juliana temía el viaje de vuelta.
—Sir Walter dice que debes llevar el bonete de plumas —dijo Bette—. Dice que es Maestro de Cisnes, que tú eres la Doncella Cisne y que tienes que ir vestida de cisne para que todos lo vean, o algo así. ¡Y yo que te tomé por una comediante disfrazada de pato! —Juliana sonrió, a pesar de no estar en absoluto de buen humor—. Y tu esposo parece querer estrangular al Maestro de Cisnes. Vamos, date prisa, te espera un largo viaje.
El carro retumbó sobre la vieja carretera romana, tambaleándose sobre los hoyos y las piedras del firme. Juliana se asió al borde del carro para mantener el equilibrio, entre el tintineo de las cadenas. Miró hacia las redondeadas y bajas colinas y los terrenos cenagosos. El cochero, un hombre viejo y rudo llamado John, permanecía en silencio mientras guiaba a los dos fornidos caballos que tiraban del carro, que iba cargado hasta los topes de armas y provisiones.
Rodeaba a Juliana una escolta de treinta jinetes, con varios escuderos, dos criados, y el palafrén (esta vez sin silla ni carga) que la había llevado la noche anterior. Gawain Avenel iba sobre su oscuro bayo justo delante del carro, hablando con un caballero que cabalgaba un rocín marrón más grande incluso que el de Gawain. Walter de Soulis, con su armadura negra reluciendo bajo una capa de color vino, iba junto al carro.
Juliana estudió la silueta de la cabeza y la ancha espalda de su esposo. Gawain llevaba un sayo marrón oscuro sobre la cota de malla y la pesada capucha descansaba sobre sus hombros. Su pelo era fuerte, ondulado, y brillaba como la tinta a la luz matinal; su sonrisa destellaba a menudo y de modo muy atractivo mientras prestaba atención a lo que el otro caballero decía.
Los dos hombres parecían ser muy amigos, pensó Juliana, aunque daban la sensación de ser totalmente distintos en muchos aspectos.
Gawain cabalgaba con gesto majestuoso, sereno y controlado, mientras que el otro ostentaba una descuidada carencia de ritmo. Gawain era esbelto, moreno y de movimientos elegantes, y su amigo era gordo, castaño y gesticulaba desgarbadamente con sus grandes manos.
Para mayor contraste con la naturaleza sobria del esposo de Juliana, su amigo se reía con mucha facilidad y de modo aparatoso. De vez en cuando se volvía para mirar furtivamente a Juliana e incluso sonreírle. Su rostro era tan agradable como sus despreocupadas maneras.
Aunque sin devolverle la sonrisa. Juliana encontraba atractivos el modo de ser y el humor de aquel grandullón de pelo castaño. Pero no se sentía en disposición de confiar en él ni un ápice más que en Gawain Avenel.
Cabalgando cerca del carro, Sir Walter de Soulis parecía aún más severo y malhumorado que de costumbre, al contrastarlo con aquellos dos hombres. Casi no hablaba con nadie, y cuando lo hacía su tono era desagradable. Y, además, ya había obligado a Juliana a beber de la ampolla de vino que llevaba colgada de la silla de montar.
Ella se había negado, al principio, pero él le había puesto la botella en los labios y le había vertido el vino, que le había goteado a Juliana barbilla abajo. El sabor amargo le había dejado una sensación áspera en la lengua, que ella intentó borrar con el dorso de una de sus encadenadas manos.
En aquel momento, Gawain iba a la cabeza de la escolta. Pero hizo girar a su caballo y se acercó al carro:
—Señor alguacil —dijo—, ¿qué está usted haciendo?
—Esta muchacha está pálida y nerviosa. El vino la calmará y le dará fuerzas —repuso De Soulis. Gawain asintió y la miró con el ceño fruncido antes de alejarse de nuevo.
Esto había sucedido hacía más de una hora, y Juliana se sentía ahora mareada por los efectos de aquellas hierbas. Tan sólo había tragado un poco de vino, pero era suficiente para aturdir su mente y provocarle cansancio.
Ya estaba agotada por lo poco que había dormido la noche anterior, y por los últimos días y noches. Mientras el carro se bamboleaba sobre la carretera, Juliana recostó la cabeza contra una bala de heno y se dejó caer en una duermevela que acabó convirtiéndose en un profundo sueño.
—Laurie, te juro que estoy contento de verte —dijo Gawain, serenamente aliviado, al hombre que cabalgaba junto a él—. Es una suerte providencial que te hayan destinado a viajar desde York con los hombres del rey para formar parte de este grupo en su marcha hasta Escocia. No había sabido nada de ti desde hace por lo menos un año, creo.
—Sí, sí, suerte... —repuso Laurie Kirkpatrick—. Habría sido mucho mejor que yo me hubiera encontrado en Newcastle ayer. Te habría hecho abandonar la idea de asistir a la fiesta del rey. ¡Casado!
—Meneó la cabeza—: Pero ¿cómo puedes ir a una cena y salir de allí con una esposa?
—Yo tan sólo quería ayudar a esa muchacha. Necesitaba a alguien que la defendiera.
—Ah, claro —repuso Laurie, exageradamente solícito—. Y nadie más que tú podía protegerla, supongo. Tus hermanastros me han contado la historia esta mañana. Y sin duda algún otro podría haber intervenido.
—Robin intentó ayudarla, pero el cisne de esa joven le mordió. Yo fui el único al que se le ocurrió llevarle pan al pobre animal.
Laurence meneó la cabeza con desdén:
—Haz lo que yo, muchacho. Ante todo, cuida de ti mismo. La vida es mucho más placentera, créeme. Yo he nacido y me he criado como escocés, pero lucho por el rey inglés. La paga es mejor, y las probabilidades de ganarme unas tierras y llevar una buena vida son muchas más.
—Y la cerveza inglesa es deliciosa —replicó Gawain, tajante.
—Bueno, eso sí, aunque es mejor la cerveza escocesa, de hecho—aceptó Laurie—. Pero prefiero prestar mi espada y mis servicios donde mi talento sea apreciado y recompensado.
Gawain le echó a su compañero una rápida mirada de reojo:
—Me pregunto si cierta joven inglesa influyó en tu decisión... Maude, se llamaba así, ¿no?
Las mejillas de Laurie se sonrojaron:
—Maude de Rosemoor. La hija menor de Sir Harry Gray.
—Ah, lady Maude —dijo Gawain lentamente—. Me regañas por estar casado, aunque yo creía que tú serías el primero en contraer matrimonio. La última vez que nos vimos estabas totalmente enamorado de esa bella dama.
—Eh... bueno... sí... —repuso Laurie—. Nos hemos casado.
Gawain se rió de buena gana:
—¿Cuándo?
—El invierno pasado.
—Así que la bella lady Maude es la razón por la que un bravo escocés de pura cepa cabalga a las órdenes del rey inglés —dijo Gawain, sonriendo socarronamente.
—Siempre he tenido en cuenta la paga y las recompensas —protestó Laurie.
—Oh, estoy convencido de ello —repuso Gawain—. La dama debe de estar acostumbrada al lujo, tratándose de una hija de Sir Harry.
—¡Tú espera y ya verás, ahora que estás casado!
—Pero a mi esposa no parecen importarle los lujos y las propiedades. Tan sólo le importa la libertad... y lo único que desea es alejarse de mí tanto como le sea posible. —Frunció el ceño al recordar la desagradable tarea de inmovilizarla la noche anterior. Había en Juliana algo fresco y salvaje que merecía ser libre, pensó, mirando hacia atrás de manera involuntaria. Ella dormía sobre el carro.
Laurie también volvió la vista atrás:
—No se lo reprocho. Su marido inglés es un pelmazo.
—Tienes razón. Y ha vuelto a jurar fidelidad al rey, además.
—¿Ya no tienes el corazón dividido entre Escocia e Inglaterra? —susurró Laurie lo suficientemente alto—. De críos, cuando ambos éramos escuderos, solías decir que...
—He dicho que no —le cortó Gawain hablando entre dientes—.
Y deja ya el tema.
—Bueno, muchos nos sentimos divididos entre dos lealtades. Actuamos según sopla el viento, eso es lo que se dice de nosotros, los escoceses.
—Yo no soy escocés —insistió Gawain.
—Ah. —Laurie asintió, sin creérselo, pero sin querer discutir—.
En ese caso, escucha a uno que admite que sí lo es. He estado pensando mucho en ello, últimamente. Muchos escoceses tienen dominios que proteger en Inglaterra..., gente como yo, o como tú. Y muchos piensan que Escocia está mucho mejor bajo la tutela de Inglaterra. Los ingleses poseen riquezas y poder militar. Escocia es pobre y no tiene líderes, y necesita riqueza y poder.
—Escocia tiene un audaz líder ahora, en la figura de Robert Bruce, me parece.
Laurie se encogió de hombros:
—Esperaré a ver antes de decidir lo que pienso sobre eso. Bruce era uno de los mejores caballeros de la corte del rey Eduardo, y tiene propiedades e intereses en Inglaterra, muchos más que yo. Ahora se ha pasado al bando de Escocia, pero no parece que seguirlo sea una idea demasiado segura o inteligente.
—La mayoría de los escoceses se preocupan más por la libertad que por la seguridad.
—Y lo entiendo. Pero mi esposa e hijos, mi casa y mi mesa están más a salvo en Inglaterra.
—¿Hijos? —Gawain lo miró de reojo.
—Maude dice que vamos a tener uno a finales de año. —Laurie esbozó una amplia y fresca sonrisa, sonrojándose.
Gawain también sonrió y pegó unas palmaditas sobre el hombro de su amigo:
—¡Qué buena noticia! No me extraña que quieras mantenerte en el lado seguro.
—Desde luego. ¿Y qué me dices de ti? He oído decir que te refugiaste en las colinas con los renegados. Pensé que al final te habías decidido a unirte a los tuyos. Y sin embargo, ahora dices que has renovado tu juramento de fidelidad a Eduardo.
—Laurie, aquí nadie sabe dónde nací, excepto tú. Y será mejor que lo olvides, si te sientes inclinado a hablar de ello en voz alta.
—Te ruego que me disculpes, Gawain —murmuró Laurie muy serio—. Ya sé que tienes una propiedad inglesa que proteger, aunque no pensaba que fuera muy grande. ¿Acaso ha decidido Henry donarte algo más, a pesar de que en realidad no eres su hijo mayor?
—No son tierras lo que intento proteger, sino a mi familia.
—Ah —repuso Laurie, asintiendo—. Ah.
Gawain cabalgó en silencio junto a su amigo. Conocía a Laurence
Kirkpatrick desde la época en que ambos asistían a una escuela dirigida por monjes en Northumberland. Habían hecho de escuderos juntos, y habían sido nombrados caballeros en Londres, bajo la espada de Eduardo Plantagenet, en la misma ceremonia.
Mucho tiempo atrás, cuando eran unos muchachitos, Gawain le había confiado a Laurie, su mejor amigo, el secreto de que era escocés de nacimiento. A veces, Laurie parecía un jactancioso y un temerario, pero Gawain sabía que era un hombre honorable, y confiaba implícitamente en él.
—¿Qué hay de tu nuevo cometido en el norte? —preguntó Laurie—. He oído decir que te han puesto al mando de una guarnición.
—Tan sólo de modo temporal, mientras el actual jefe está fuera, persiguiendo a Bruce en las colinas —repuso Gawain. Las órdenes por escrito le habían sido entregadas aquella misma mañana por De Soulis. Por el momento, Gawain sólo las había podido leer por encima, pero estaba sorprendido por las condiciones y limitaciones que se le imponían.
—¿Ya sabes los detalles de tu misión?
—No todos. El rey Eduardo quiere un informe por escrito de la situación y disposición del terreno. Tengo que recorrerlo a caballo, tomar notas, recopilarlas y entregárselas al comandante del ejército del rey. Por lo que respecta al resto... bueno, no va a tratarse de un puesto y unas tareas fáciles.
Laurie rió, escéptico:
—¡Según he oído, una de las tareas que te han impuesto es imposible de realizar!
—Ah, sí, ¿la de domar a una muchacha y doblegarla a mi deseo, arrancar de ella un juramento de lealtad y exhibirla como la cautiva
Doncella Cisne de Escocia? —Apretó los labios, amargamente.
—Exacto. Con eso se gana uno el afecto de cualquier dama —dijo Laurie lentamente.
—Y luego, tengo que llevarla ante la corte como ejemplo de la obediencia de Escocia, y cerciorarme de que pronuncie el voto de lealtad hacia el rey. Como hice yo —añadió Gawain con el semblante sombrío.
—Esta vez no te has ganado el perdón del rey, amigo mío. Quiere que sirvas de ejemplo.
—Eso parece.
—¿Y se supone que debes conseguir todo eso mientras estás al mando del castillo de la dama y haces un informe sobre el territorio?
—Laurie meneó la cabeza—. ¿Y bajo la atenta mirada de ese perro sabueso, el alguacil?
—Espero que no, porque tengo asuntos pendientes con él.
—No es difícil —repuso Laurie—. Ya sabes lo que se dice de él.
—Sólo sé que es el Maestro de Cisnes en el norte, y el alguacil de un pequeño condado escocés.
—Dicen —siguió Laurie, inclinándose hacia un lado y bajando el tono de voz—, que su armadura negra está embrujada y es invencible.
Y que él practica oscuras artes para mantenerla así.
Gawain enarcó las cejas, escéptico:
—No he oído tal rumor, y cabalgué con él hace años, cuando ya llevaba armadura negra... esta misma, o quizás otra, no lo sé. Pero es una historia absurda.
—Mira la cota de malla... ¿Alguna vez has visto una parecida?
Gawain entrecerró los ojos y se volvió hacia el alguacil para estudiar en lo posible la cota de malla que se escondía bajo el embozo de aquel hombre... las mangas, la capucha, la alforza inferior y las polainas. La trama relucía como azabache pulido:
—A mí me parece que la han oscurecido con grasa y humo —dijo.
—He oído decir —añadió Laurie—, que cambió su alma por esa prenda, tejida en algún lugar remoto.
—Está muy bien hecha, y sin duda es cara. Pero no vale el alma de un hombre. Ese rumor es totalmente disparatado, y harías bien en ignorarlo.
—Dicen —siguió Laurie, en voz baja—, que nada puede perforarla. Ese hombre no puede ser herido jamás.
Gawain meneó la cabeza:
—Si pudiera obtenerse una armadura como la que describes a un precio decente, todos la llevaríamos puesta.
—Bueno —repuso Laurie—, parece de tu talla. Y ya que De Soulis la ha pagado, deberías tomársela prestada si alguna vez libras una batalla. A mí ni siquiera me entrarían los brazos. Qué lástima. —Suspiró.
Gawain sonrió de medio lado:
—Sir Laurie, te he echado de menos.
—Sí, claro. Y ahora dime una cosa: ¿esa muchacha merece todo este esfuerzo?
—A duras penas. Tiempo atrás, Elladoune perteneció a su padre, pero el castillo se perdió hace años. Ella no puede reclamarlo en herencia, porque tiene hermanos mayores en el ejército de Robert Bruce. Jamás será mío, si es eso lo que te estás preguntando.
—Ya veo. —Laurie lo miró de reojo—. Así, debes domesticarla para que hable ante el rey, si no quieres que te separen la cabeza del cuello, ¿no? Una situación nada placentera.
—Es más bien arriesgada antes que desagradable. La joven es un poco salvaje, y viene de una estirpe genuinamente rebelde. La tarea es bastante repugnante... y el castillo está condenadamente cerca de Glenshie —añadió Gawain, casi en un susurro.
Laurie miró por encima del hombro hacia un sonido de cascos que se acercaba:
—Mira. Aquí viene Sir De-salmado Soulis —gruñó.
Gawain giró la cabeza y vio que Walter de Soulis cabalgaba hacia ellos. También se percató de que Juliana dormía sobre el traqueteante carro, sujeta por las cadenas que brillaban bajo el sol. Estaba apoyada contra una de las balas de heno que constituían el forraje de provisión.
A su alrededor, sacos de comida, armas y corazas. Parecía perdida y vulnerable en medio de todo aquel arsenal de guerra.
—Avenel —dijo De Soulis, guiando su caballo junto al de Gawain—. Creo que ya has leído las órdenes escritas del rey.
—Lo suficiente para preguntarme por qué se me ha asignado esta misión —repuso Gawain.
—Yo en tu lugar no me lo preguntaría. Estaría agradecido por seguir con la cabeza pegada a los hombros.
—Ahí lo tienes —terció Laurie. De Soulis lo miró.
—El escrito del rey no especifica cuánto tiempo se supone que debo permanecer en Elladoune —siguió Gawain—. ¿Qué sabe usted de ese puesto?
—Ciento cincuenta o doscientos hombres han estado destacados allí durante varios años —repuso De Soulis—. Pero ahora mismo, el castillo está casi vacío. El comandante del destacamento se ha llevado las patrullas a las colinas. El rey ordenó que un millar de hombres dieran caza a Bruce.
—Van a necesitarse más de mil —intervino Laurie, alegremente—. Dos mil, quizás incluso tres mil. Y aún así Robert Bruce no va a ser fácil de atrapar... se desvanecerá entre la niebla, seguro.
—Sin duda tiene usted deberes que cumplir en otra parte, señor...
Kirkpatrick, ese es su nombre, ¿verdad? —dijo De Soulis—. Le ha enviado Sir Aymer de Valence, ¿no es así?
—Así es. Y por ahora, según las órdenes que usted mismo dictó, tengo el deber de vigilar a la dama. Como ve, eso estoy haciendo. Permitiré que ustedes dos se acerquen a ella, pero nadie más puede aproximarse tanto. —Sonrió.
De Soulis entrecerró los ojos y se volvió hacia Gawain:
—Sin duda has oído la noticia de la derrota de las tropas de Bruce en Methven, hace unas semanas —dijo—. Bruce logró escapar con tan sólo un puñado de hombres.
—Eso he oído decir. —También había oído que la batalla había sido una fácil victoria para los ingleses y una auténtica devastación para el pequeño ejército escocés—. Entonces, tengo que hacerme cargo de Elladoune hasta que el comandante vuelva de su expedición.
—Sí, tienes que tenerlo bajo tu cuidado. El comandante del ejército del rey, Sir Aymer de Valence, se dirige hacia Perth con casi tres mil hombres. Ahora está en Roxburgh. Nosotros llegaremos allí a última hora de hoy mismo.
—Creía que íbamos a adentrarnos más en Escocia.
—Primero, tenemos que reunimos con los asesores militares del rey durante unos días. De Valence decidirá quién se quedará al mando de Elladoune de modo permanente. Hasta que eso se decida, tendrás que hacerlo tú.
Gawain respiró hondo, conteniendo su ira. De repente, comprendió el valor del silencio como arma. Un arma que Juliana esgrimía a diario. Miró fijamente a De Soulis hasta que este desvió la mirada.
—Yo estoy instalado en el castillo de Dalbrae, en Glen Filian—continuó De Soulis—. Está lo suficientemente cerca de Elladoune para que me sea fácil vigilar.
—Sir Gawain puede arreglárselas sólito, estoy seguro de ello —dijo Laurie—. Después de todo, me tiene a mí como su segundo.
—¿A ti? —preguntó Gawain. De Soulis parecía igualmente sorprendido.
—Según las últimas órdenes que he recibido por escrito, soy el segundo en cabeza, aquí —repuso Laurie—. El propio Aymer de Valence en persona me designó para el puesto. Tengo una copia del escrito conmigo, si alguno de los dos quiere verla. —Rebuscó un poco en el morral de su cinturón y sacó el pergamino, agitándolo ligeramente ante De Soulis.
—Perfecto —dijo Gawain—. Necesitamos a alguien leal y fiel en
Elladoune. —De Soulis frunció el ceño, pero asintió con la cabeza.
—Es un honor servir bajo las órdenes de Sir Gawain Avenel —afirmó Laurie, muy serio—. De hecho, todos los Avenel son bien conocidos por su lealtad.
—Eso se dice, pero tengo entendido que siempre hay una manzana podrida. —De Soulis azuzó a su caballo y se alejó hacia el frente para cabalgar con el grupo de caballeros que iban en la vanguardia.
—Cobarde —gruñó Laurie, mirándolo fijamente mientras se alejaba—. Cuando sueltas un insulto, tienes que quedarte quieto y lidiar con el temporal que tú mismo has provocado.
Gawain miró a Laurie:
—No me habías dicho que te han destinado a Elladoune.
—No he tenido ocasión de hacerlo, con ese cuervo negro revoloteando por aquí. Mi esposa es prima de De Valence —repuso Laurie—.
Cuando ayer oí decir que tú ibas a encargarte de un destacamento en Escocia, hablé con él, le pedí el puesto e hice mi equipaje tan rápido como pude. Apenas tuve tiempo de escribirle una nota a Maude y en centrar un mensajero que se la hiciera llegar.
Gawain asintió:
—Estoy en deuda contigo, Laurie.
—Ya lo sé, y yo no me amilano a la hora de pedir favores.
—Pídeme lo que quieras. —Gawain miró hacia atrás, a Juliana.
Estaba recostada en el carro, totalmente dormida. Las cadenas se balanceaban sobre su delicado cuello, y llevaba el bonete ladeado. Su fragilidad era tan evidente que Gawain sintió unas inmensas y repentinas ganas de protegerla y de llevársela de allí, lejos de la escolta, si fuera posible.
Su mano resbaló hasta el bolsillo de su cinturón, donde guardaba la pequeña llave:
—Voy a ser yo quien te pida un favor, amigo.
—Lo que quieras. ¿Quieres que acose a un cuervo negro por ti?
Gawain negó con la cabeza:
—Ayúdame a proteger a un cisne salvaje.
—Hecho —contestó Laurie.


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